Sino también las ventanas y las vidas
Pero más allá de lo desagradable, mis pesadillas no me parecían extrañas ni fuera de lugar: esa noche, antes de acostarme, descubrí que a una puerta de mi casa, ésa que da al patio, se le había roto la cerradura. Debía llamar a un cerrajero a primera hora de la mañana.
Mi terror (irracional, tonto, exagerado) era no encontrar ningún cerrajero. Que todos estuvieran de vacaciones. O de huelga. O muy ocupados. Dormí mal y soñé con puertas que no podían abrirse.
A la mañana, mi perro me esperaba como todos los días sentado frente a la puerta cerrada, con el hocico pegado al vidrio, confiando en la rutina: yo debía acercarme, abrirle, acariciarlo y preparar el mate con café y edulcorante. Al ver que yo salteaba todas esas actividades relacionadas con él y directamente ponía la pava para el mate, me miró con ojos de veneno almibarado que me decían
- Generalmente, a esta altura yo ya estoy adentro. ¿Por qué no me abriste? ¿Tan mal me porto? Me voy a quedar sentadito acá, tranquilo, para que veas que soy bueno.
Hubiera preferido que taladre mi humor borrascoso de persona recién levantada con sus ladridos de perro insolente.
El cerrajero vino apenas lo convoqué. Ese miedo estaba resuelto. El terror nuevo era que me dijera que no, que la cerradura no puede arreglarse, que va a tener que sacar la puerta, señorita.
A los siete minutos la puerta estaba sana, como para ser abierta y cerrada según mi antojo.
La noche siguiente tuve varias pesadillas, pero en ninguna aparecían puertas que no se pudieran abrir, ni de las reales ni de las alegóricas.