29 mayo, 2008

Mateo

Para Teillu, a quien admiro.

La partera, que tenía ínfulas de bruja, miró la manito del pequeño Mateo y anunció:
- Será poeta.
Pero Mateo, al crecer, decidió:
- Seré arquitecto.
Y desafiando viejos presagios, Mateo fue arquitecto. Claro que Mateo sabía que una cosa no impide otra, incluso a veces las cosas se complementan, y así fue como dejó de desafiar viejos presagios y, revelando habilidades ya sospechadas, fue también poeta.

Tanto se complementan las cosas, que las poesías de Mateo tenían un aire innegablemente arquitectónico. Arquitectura de calidad, encima. Base sólida, paredes firmes, pisos cómodos que lograban que nadie quisiera irse de allí. Las poesías de Mateo tenían incluso fuentes de agua y pajareras sin rejas.
Un día, un cliente entró al despacho de Mateo y le dijo:
- Oiga, arquitecto. Yo leí las cosas que usted escribe. Y quiero una casa. Una casa así, como las cosas que escribe.
Y Mateo diseñó pasillos con forma de sonetos, y terrazas con aspecto de boleros, y sótanos con espíritu de novela negra.
Y todo el mundo quiso que Mateo le construyera una casa, porque Mateo era el único arquitecto que escribía casas dignas de antología.

25 mayo, 2008

Los lectores varados

Un lector de Borges da vuelta la esquina y se topa con una lectora de Cortázar. Siente una opresión dulce en el pecho, y murmura, sin poder mirarla a los ojos:
- Es el amor. Tendré que ocultarme o huir.
Ella lo escucha y lo contempla, confusa y decidida a la vez. Con paciente masoquismo le responde al mismo tiempo que revela un deseo:
- Que cada cosa cruel sea tú que vuelves.
Y ambos se quedan varados en sus vidas respectivas, esperando que por fin llegue un escritor ajeno e imparcial y los bendiga con un signo de interrogación o con un alentador punto y coma.

21 mayo, 2008

Macho, dijo la partera

Durante su mandato, el ex presidente y ex presidiario Carlos Menem solía rodearse de lujos y trivialidades. Un día conducía una Ferrari, otro día jugaba al golf con golfistas exitosos que siempre lo dejaban ganar, y se relacionaba con mujeres de la farándula. Se caracterizó por hacer alarde de cosas y situaciones opulentas y fuera de lugar, y por insistir en dejar bien en claro quién era el que mandaba en el país. Carlos Menem estuvo casado con Zulema Yoma, y de ese matrimonio nacieron Carlitos y Zulemita. Carlitos murió en un accidente, y Carlos Menem fue reelegido. Años más tarde, luego del desastre económico nacional y de manera tardía, Argentina dejó de ver a Menem como un posible candidato presidencial; cayendo en picada, el ya anciano ex presidente necesitó un nuevo enlace amoroso, y desposó a la ex Miss Universo chilena Cecilia Bolocco. El fruto de esa relación se llamó Máximo. Pero esta vez las cosas no salieron como Menem lo había previsto: la gente se burlaba de su presunto amor con la modelo trasandina, razonando que más que amor era manotazo de ahogado, y su buena estrella comenzó a opacarse. Viejo y menguante, Carlos Menem necesitaba más que nunca un descendiente que continuara su línea de poder absoluto, pero Carlitos había muerto, el pequeño Máximo apenas decía papá, y Zulemita, parafraseando a Ruiz Zafón en La sombra del viento, era mujer y por lo tanto tesoro.
Carlos Menem estaba acabado.

En este punto de la historia argentina contemporánea entra Gran Hermano. Yo no sé si los manuales escolares lo contarán, pero a los productores del cíclope se les ocurrió hacer una versión con integrantes famosos. Y como ningún Famoso como F mayúscula aceptó ser partícipe de semejante fantochada, tuvieron que recurrir a pseudo famosirijillos: algun actor cuyo nombre no conoce nadie, alguna modelo de hace dos décadas, algún cantante que no canta. Entre ese pintoresco grupo figuraba un muchacho de ojos tristes y labios carnudos, cuyo rostro recordaba a otro rostro. El muchacho se llamaba Carlos Nair y era, cómo no, el hijo bastardo de Carlos Menem. Un poco de memoria bastaba para recordar a Carlos Nair hacía apenas unos años, cuando era un adolescente gordito y de talante tímido que se paseaba por programas televisivos reclamando el apellido que le correspondía y que su padre no quería darle. Cualquiera pensaría que la inclusión del hijo no reconocido de Carlos Menem en la más vergonzosa versión de Gran Hermano sería la gota que colmaría el vaso sanguíneo de la falta de popularidad menemista. Yo también lo pensé.
Una vez más, me excedí en optimismo.
Carlos Nair resultó ser poseedor de un pene de proporciones asnales. Cuando este hecho quedó en evidencia, el hijo bastardo obtuvo su apellido, el cariño de su padre, y un cargo como colaborador en asuntos políticos, además de ubicarse como nuevo galán entre algunas mujeres de la farándula.
Por ahora, la historia me causa risa y vergüenza. Dentro de unos años, cuando la gente diga votemos a Carlos Nair, así vuelve el uno a uno, empezaré a sentir, también, pánico.

18 mayo, 2008

La fuga

Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible (Jorge Luis Borges).

Reconozco el lugar, es el mismo que en mis sueños. Y lo reconozco por lo que siento más que por lo que veo: veo el paraíso, siento paz. No hay motivo ni oportunidad para la angustia. No hay razón para llorar. Nada se soluciona porque no hay nada para solucionar. El paraíso incluye mar. Sólo es agua que va y viene, me dirían ciertas personas; el paraíso no sabe de esas personas, no hay motivo ni oportunidad para la angustia. A veces hace frío en el paraíso. Hace frío para que esa chimenea sea aún más grandiosa.

Así podría seguir por horas. El paraíso es mío, es decir que cada cosa que necesito, el paraíso la tiene. O la inventa para mi placer.

Canta un pájaro extraño. No lo veo pero lo oigo. Su canto es simétrico y espaciado. Quiero verlo. Abro los ojos que creía abiertos y en ese instante soy expulsada del paraíso.
El teléfono sigue sonando y no lo atiendo. Deambulo entre el sueño y la vigilia con lágrimas en los ojos. Sin poder evitarlo, recuerdo que tengo motivos para la angustia. Con el cuerpo doliente empiezo a vestirme, dispuesta a solucionar algo. El no-paraíso también es mío.
Hay un mar a pocos kilómetros. Huele parecido al de mi paraíso.
Podría ser peor.

11 mayo, 2008

Romancero desconfiado

Escribir una carta romántica es una tarea de extrema sencillez. El autor debe confeccionar una lista con palabras pertinentes: amor, pasión, corazón, eternidad, inmensidad. A continuación, debe unir esas palabras siguiendo una lógica gramatical: la inmensa pasión que arde en mi corazón hace que mi amor por vos dure toda la eternidad. Etcétera. El autor puede plasmar estas palabras en una tarjeta ilustrada con gaviotas o flores o gatitos rodeados de corazones, y la carta romántica estará lista.

No suelo escribir este tipo de cosas. Sí suelo escribir historias de carceleros que arriesgan mucho más que su empleo para salvar, tal vez, una vida, de verdugos indolentes a fuerza de costumbre, y de buitres que caen en su propia trampa en el infierno del desierto.
Creo en el amor. Creo en el amor con la tenacidad de los inocentes. Creo en el amor con fe redentora. Pero el amor en el que creo no es sedoso, más bien tiene textura rústica, como madera labrada, y no sabe a champán ni a agua mineral sino a caipirinha o a ese licor de frambuesa que tengo en el mueble de la cocina, al lado del microondas.
Entonces las historias que escribo buscan alejarse de esa idea del romanticismo, ésa que hace escribir cartas con precisión cirujana. Creo en el amor como algo sagrado y humano. Por lo tanto, necesito desmitificar la versión que intenta reducir al amor a una tarjeta con gaviotas ilustradas. Me irrita esa versión. Me deprime. Me indigna.
Desconfío de los sonetos como de la matemática. Soy notoriamente inocente.

03 mayo, 2008

Alarma y orgullo

En el rincón más húmedo de la celda más imperdonable, el cuerpo del prisionero número mil cincuenta y tres dudaba entre la vida y la muerte. El carcelero lo contemplaba desde la mirilla, esperando a que se decidiera de una vez, para así retirarlo antes de que empezara a oler. El carcelero nunca soportó el olor a muerto.
El carcelero ignoraba si el prisionero número mil cincuenta y tres era culpable o inocente. También ignoraba de qué cosa era culpable o inocente.
Cuando el prisionero dejó de moverse, el carcelero entró en la celda, se cargó el cuerpo al hombro y lo llevó al sótano de la prisión. Tras cerrar la puerta con llave y comprobar que allí no había nadie, el carcelero puso su mano en el pecho del prisionero número mil cincuenta y tres. El pecho latía. Era un latido débil y dudoso, un latido de gorrión. El carcelero volvió a cargarse el cuerpo al hombro, salió del sótano, entró a la morgue, llamó a la encargada con un gesto, depositó el cuerpo en una camilla y lo tapó con una sábana. La encargada de la morgue se acercó y miró al carcelero con ojos clarividentes.
- ¿Vive? - le preguntó en un susurro inaudible, mirando al hombre tapado. El carcelero asintió. La mujer suspiró con alarma y orgullo.
- Bueno. Lo llevo a casa y llamo al médico.
El carcelero volvió a asentir en silencio y salió de la morgue. El jefe lo esperaba afuera.
- ¿Dónde está el mil cincuenta y tres? - bramó.
- En la morgue. Lo llevé recién.
El jefe trazó una sonrisa negra.
- Al final, no aguantó nada. Volvé a tu puesto. Ya tenés otro prisionero. A ver cuánto dura éste.
El carcelero obedeció. Siguiendo el orden de su rutina, se paró frente a la puerta de la celda más imperdonable y se dedicó a contemplar al prisionero número mil cincuenta y cuatro. El carcelero pensó que debía estar atento. El prisionero número mil cincuenta y cuatro apenas se movía, y el carcelero nunca soportó el olor a muerto.