30 julio, 2007

El tigre de Roberto Benigni

Anoche vi El tigre y la nieve, de Roberto Benigni.
Quien haya visto La vida es bella sabrá que el cineasta y actor italiano se especializa en hacer crecer flores en medio del horror; Benigni es un maravillador de raza.
En El tigre y la nieve, Benigni interpreta a un profesor de poesía que vive enamorado de una mujer. Cuando ella es herida en Irak, en medio de la guerra, él se empecina en llegar a su lado y hacer todo lo posible y mucho más para salvarle la vida.
Este es un monólogo de Benigni en una escena de El tigre y la nieve:

Vamos, no se queden ahí. Tómense su tiempo. No empiecen con poemas de amor, son los más difíciles, esperen a tener ochenta años. Escriban sobre otras cosas: el mar, el viento, un radiador. Un tranvía. No hay una cosa más poética que otra. La poesía está adentro de uno; mírate al espejo, la poesía eres tú.
Adornen sus poemas. Elijan las palabras con cuidado. A veces se tarda ocho meses en encontrar una palabra. La belleza comenzó cuando la gente empezó a elegir.
Enamórense. Si no aman, muere todo. Enamórense y todo cobrará vida. Despilfarren su alegría, disipen su júbilo. Callen o entristezcan con entusiasmo. Arrojen su felicidad hacia otro. Para transmitir la felicidad deben ser felices. Para transmitir el dolor deben ser felices. ¡Sean felices! No tengan miedo de sufrir, todo el mundo sufre. Si no tienen los medios, no se preocupen. Necesitan algo para escribir poesía: todo. No intenten ser modernos, es muy anticuado. Si no se les ocurre nada sentados, acostados verán el cielo... ¿qué miran? Los poetas no miran: ven.
Que la palabra los obedezca. Si la palabra muro no obedece, no vuelvan a usarla en ocho años. Así aprenderá. Eso es belleza pura, aquellas líneas, que quiero que se queden ahí.
Borren todo, empecemos.
Terminó la lección.

27 julio, 2007

El arcangelito remendado


Cuando era chica tenía un cuento que se llamaba El pajarito remendado. El pajarito protagonista se había quedado sin plumas (no recuerdo por qué) y no podía volar. Entonces fue a pedir ayuda a las otras aves, y con una pluma de cada ave se hizo una alas magníficas.
Yo hice lo mismo. Tenía ganas de ver la ciudad desde otro punto de vista y no tenía alas. Tal como lo hizo el pajarito, recurrí a la solidaridad avícola. Un tucán, un cóndor, un canario, un palomo errante, un loro que no sabe insultar, una lechuza insomne, un flamenco aristocrático, un albatros rebelde, un tímido quetzal, un majestuoso halcón peregrino y un insistente cu-cú que cada media hora sale de su reloj para cantar una canzonetta napolitana, se unieron y me confeccionaron dos alas fabulosas que hilvanaron a una mochila bandolera.
Y miren lo alto que ahora puedo volar, que el pelo me quedó rojo de tanto que me acerqué al sol.
(La fotografía fue tomada por Jorge Inzaghi durante uno de mis vuelos).

25 julio, 2007

Besando a un tonto

El remís pasó a buscarme a las siete menos cuarto de la mañana; noche cerrada. Cerrada con candado y siete llaves, parecía. Generalmente me tomo el 160 hasta la estación y de ahí el 112, pero el frío me acobardó.

El remís era de los que tienen calefacción. El remisero escuchaba un programa radial conducido por una locutora de ésas que suponen que ser agresiva y gritar vulgaridades por radio a las siete menos cuarto de la mañana es una manera digna de ser moderna. La locutora informó a sus oyentes que la temperatura era de dos grados, y que la sensación térmica descendía a cero. Yo me dejé hundir en el asiento, con el masoquismo barato de quien sabe que en cinco minutos deberá bajarse del auto y enfrentar el invierno. Me acordé de ese capítulo de Los Simpsons en que Homero se niega a ir a la iglesia. Mientras su familia se congela en el templo, Homero se envuelve en su acolchado y se convence: soy un panquecito de miel y canela...
Llegamos a la estación. Mientras abonaba el importe del breve, brevísimo viaje, y me preparaba psicológicamente para esperar el colectivo durante veinte minutos eternos, la locutora dejó de gritar groserías y el musicalizador le dio lugar a un George Michael relleno de miel y canela.

La música hermosa es cruel cuando afuera hace mucho frío.

23 julio, 2007

Leños ardiendo y café recién hecho

La travesía duró días. Acompañada por mi fiel séquito de duendes y tigres, enfilé hacia el sur siguiendo el olor de leños ardiendo y café recién hecho. Cómo me las arreglé para no perderme en el aroma a menta del bosque de mi comarca es algo que ignoro.
Finalmente, mi olfato me obligó a detenerme frente al ostentoso portón del castillo del reino vecino. Una gárgola me observaba desde la atalaya con ojos no tan siniestros.
- Busco al Rey - le dije. El portón se abrió y me cedieron el paso. El Rey se hallaba sentado en su trono, con cara de aburrido y el pecho acatarrado. Estaba hermoso.
- ¿Sos una bruja? - me recibió.
- No, soy la Emperatriz vecina - intenté un principio de ofensa pero no me salió, así que continué - Vine hasta acá guiada por mi olfato. Te reconocí por tu olor. Olés a leños ardiendo y café recién hecho. Olés a lo mismo que yo.
El Rey me miró de reojo, como si quisiera demostrar indiferencia pero sólo por la mitad.
- Lo lamento - me dijo - padezco un catarro crónico que me invade el pecho. No tengo olfato, Emperatriz.
Me fui con mi séquito a cuestas, con perfil bajo y un as en la manga.
En mi comarca tengo un bosque de menta, ideal para abrirle el pecho a un rey acatarrado.

19 julio, 2007

La adoración del tigre

Para Aiala, gran creadora de tigres.

Hace muchos años, Borges escribió Dreamtigers:

En la infancia yo ejercí con fervor la adoración del tigre: no el tigre overo de los camalotes del Paraná y de la confusión amazónica, sino el tigre rayado, asiático, real, que sólo pueden afrontar los hombres de guerra, sobre un castillo encima de un elefante.
Yo solía demorarme sin fin ante una de las jaulas en el Zoológico; yo apreciaba las vastas enciclopedias y los libros de historia natural, por el esplendor de sus tigres (todavía me acuerdo de esas figuras: yo que no puedo recordar sin error la frente o la sonrisa de una mujer.)
Pasó la infancia, caducaron los tigres y su pasión, pero todavía están en mis sueños. En esa napa sumergida o caótica siguen prevaleciendo y así: dormido, me distrae un sueño cualquiera y de pronto sé que es un sueño. Suelo pensar entonces: éste es un sueño, una pura invención de mi voluntad, y ya que tengo un ilimitado poder, voy a causar un tigre.
¡Oh, incompetencia! Nunca mis sueños saben engendrar la apetecida fiera. Aparece el tigre, eso sí, pero disecado o endeble, o con impuras variaciones de forma, o de un tamaño inadmisible, o harto fugaz, o tirando a perro o a pájaro.

Y yo creo que todos tenemos que ejercer la adoración del tigre. Debemos crear fieras majestuosas, pasionales, que reinen en selva y asfalto. Debemos sacar de nuestra mente dormida y, mejor aún, muy despierta, fieras que no se dejen intimidar por terrores inflamados, fieras que caminen a nuestro lado y que a nuestro lado se duerman confiadas: que sepan, ellas y el mundo, que jamás venderíamos su piel. Que no cambiamos nobleza por idiotez. Que no nos conformamos con parecernos a ese mundo que adora insectos: somos capaces de causar tigres.
El mío será alado.

18 julio, 2007

Papel araña

Uno de los recuerdos más deprimentes de mi infancia es el kiosco de los gemelos. Lo deprimente no es un hecho puntual sino el kiosco en sí.
Era el kiosco-librería del barrio. Lo atendían dos hermanos gemelos, cuarentones y solterones, que trabajaban y respiraban vigilados por su madre, doña Benita, una anciana minúscula con voluntad faraónica y cabello blanco. Siempre creí que la vieja custodiaba la soledad de sus hijos como si se tratara de una gema preciosa.
El negocio era grande y pudo haber sido próspero. Pero era deprimente. No se cuál era el factor exacto que insinuaba miseria, ya que se trataba de gente relativamente querida por los vecinos y la mercadería no era mala. Siempre había algún hombre hablando de fútbol con los gemelos, y algún niño comprando útiles escolares. Recuerdo el balde con papeles para forrar que estaba en el mostrador de la derecha; yo siempre miraba por si acaso se les hubiera ocurrido retirar el (ya por entonces) antiquísimo papel araña y reemplazarlo por alguno con dibujos de flores o perritos o arco iris. Creo que mi esperanza nunca se vio recompensada.

Hay una escena que se me grabó para siempre.
Era verano, yo debía tener once o doce años y había ido al kiosco a comprar vaya uno a saber qué. Doña Benita quería que sus hijos la ayudaran a salir a la puerta para tomar el fresco del atardecer sentada en una silla playera, como hacía cada tarde. Sus hijos se negaban, la temperatura debía ser alta o simplemente tenían ganas de rebelarse, aunque más no sea, a un mandato de su madre.
- Beto, quiero ir a la puerta, Beto. Beto, quiero ir a la puerta. Beto. Beto.
- No, mamá, ya te dije que hace calor...
- ¡Calor, calor! ¿Dónde hace calor? ¡En tu culo hace calor!
No puedo explicar el asombro que me provocó escuchar semejante grosería por parte de esa mujer. Pasaron más de diez años y no me puedo sacar la escena de la cabeza.

Si fuera una novela de García Márquez, el kiosco sería ese negocio pueblerino que se hunde en su propia desolación hasta que un magnate extranjero apresura la fatalidad al invertir en las vías de un tren que debe tener estación en las instalaciones kiosqueras.
Pero no lo es, y me dijeron que un hombre compró el kiosco a un precio digno.
El otro día pasé por la puerta. Desde afuera se ve lindo.

16 julio, 2007

Hola, flaquita

Estuve pensando en las influencias.
Ese pensamiento al que me obligo desde ayer se lo debo a Cacho de pan. Resulta que Cacho escribió un texto que a mi me recordó a una novela de Manuel Puig. Se lo comenté, y Cacho me dijo que leyó todo de Puig y que incluso lo conoció; amigo de amigos de amigos, o algo así. Y la coincidencia (de todos los escritores que hay, lo hallé parecido justo justo justo a ese que Cacho conoció) me pareció increíble y a la vez no me sorprendió.
Entonces me quedé pensando en las influencias. En las influencias que permitimos. En las influencias que desde afuera no siempre se ven. En las personas que llegan a nosotros de manera irremediable y con destino de tatuaje.

Las lenguas malas murmuran que mi afecto por Jorge Göttling nació la primera vez que me dijo hola, flaquita. Las lenguas malas murmuran que, para una mujer con cuerpo de maja desnuda pero cinco o seis kilos arriba, lo de flaquita sólo puede ser concebido como apodo cariñoso.
Lo conocí cuando entré a trabajar como pasante en el diario en el que él brillaba. Tenía mirada honda y melancólica, fumaba muchísimo y tosía más. Acababa de ganar un premio internacional por un texto que no era su preferido; me habló de eso con una mezcla de orgullo y pudor. Luego me preguntó por mis letras. Que qué escribía. Que a quién leía.
Murió hace casi un año.
Esto es La espera del ciruja de Plaza Francia, el texto por el que lo premiaron y que no era su preferido.

También él es un paisaje de la Ciudad. Con cada ocaso, con la casa puesta como un caracol, el hombre se ubica en el mismo banco de la Plaza Francia. Despliega despaciosamente sus pertenencias, comienza a construir su lecho.
Ocupará caprichosamente tres o cuatro metros cuadrados de la manzana más cara de Buenos Aires hasta que el sol despunte. Es difícil que alguien conozca su nombre, pero quien lo vio alguna vez, quien se tomó tiempo para descifrarlo, sabe que es un ciruja distinto. Tampoco nadie conoce su voz: no pide, no reclama, no protesta, no acepta.
Improvisa un colchón con trapos grises, ennegrecidos por la suciedad o por los años, sus frazadas son extendidas bolsas plásticas, también un cuero pesado e incoloro. No se echará hasta la medianoche. Ilumina su banco la tenue luz de una tulipa pública. Eso es su escritorio y —creemos— su sala de lectura. El hombre lee un diario con la mirada fija, sin lentes, adivinando la letra impresa, hasta que el sueño llegue en su auxilio.
Tiene ojos celestes, la sal del tiempo le oxidó la cara, le dejó estigmas, hinchado por el vino o los hidratos, manos que se prolongan en dedos amorcillados, con uñas largas y negras. Viste ropa ajada, que alguna vez estuvo de moda, como él. Coloca a su lado una casilla de madera, una cucha, que invariablemente portará cuando parta, al alba, rumbo al norte o al olvido.
Alguien arriesga una historia sobre este ícono de la decadencia. Alguna vez fue próspero, tuvo esposa, hijos, amores tan furtivos como los sueños. Los hijos partieron, su perro se fue tras una perra y la mujer tras otro hombre. Pasó de la depresión a la locura, trató de refugiarse con sus hijos, pero no: nunca se sabe si falta una habitación o sobra un viejo. En orfandad, aprendió que la vida es una lata que hay que seguir abriendo. No hay revancha para los duros, tampoco la busca. Se oculta, entonces, en la diáfana Buenos Aires de afiche. Resignado ante la pérdida y el olvido, sólo ha guardado la casilla: él cree que su perro ha de volver.

12 julio, 2007

Acá está el espejo solo

¡Y yo qué se qué cosa quiere decir Joaquín Sabina cuando canta eso de la rueca de Penélope en el Luna Park!
No me desvela la idea de descifrar al poeta. No suelo enfrascarme en las biografías autorizadas o no de mis admirados para ver si así logro entender lo que no entiendo. Y no suelo preguntarme por qué no lo hago, simplemente no me interesa. Pero esta vez me lo pregunto: ¿por qué me interesa poco y nada el cómo y el por qué de las musas de, por ejemplo, Joaquín Sabina? No me interesa porque, en el fondo y aunque me horrorice un poco mi propia revelación, no me importa tanto el poeta. Lo admiro, lo quiero, lo aprecio, pero no me importa.

Pertenezco a la tribu de buscadores que creen que el humano no ve nada que no lleve consigo. La poesía, entonces, es una brújula más en la caja de herramientas de cada buscador. Y lo que sea que señale esa brújula será lo que el buscador desee. No importa qué quiso decir el poeta. El poeta no importa más que a sí mismo. El poeta sólo importa cuando es un buscador más. Y su propia poesía, paradójicamente, no es la que le servirá como brújula. A menos que desee caminar en círculo.
El infernal Gustavo Nápoli escribió Lo que no se nunca lo sabré:

La noche puede verse
pero nada se ve dentro de ella,
ella se pinta de oscuro
y te hace oscuro para ella;
sabiendo que todo se apaga insistirás alumbrando,
es así la duda eterna en la que tanto se confía,
es sólo lo incierto que no huirá de mí.
Acá va la ruta negra,
acá está el espejo solo,
un mundo sin nombrar,
lo que no se.
Ahora cruzemos a la luz,
dejemos que nos ciegue también,
que nos haga como el fuego,
dejémonos encender,
como un faro en aquella lejana costa.
No sólo con los ojos podemos verlo todo
ni sólo con la luz.
Acá va la ruta clara,
acá sigue el espejo solo,
un mundo por nombrar,
pero nunca lo sabré.

Y no puedo jurar que Nápoli dice lo que yo creo que dice.
Pero, en el fondo, no es algo que me importe demasiado.

10 julio, 2007

Emperatriz, está nevando - me informó el Gran Visir.
- ¿En dónde? - pregunté.
- En el reino, Majestad.
- ¿En el reino de quién?
- En el suyo de usted, Majestad. El suelo está blanco.
Me vestí sin respeto al protocolo y corrí hacia las afueras del castillo. Que nevara en mi territorio era casi un imposible. Habían pasado casi cien años desde la última vez que mi reino vio nevar, y pensé que el Gran Visir necesitaba unas vacaciones: seguramente el exceso de trabajo le hacía ver nieve donde sólo había tierra.
Pero el Gran Visir no alucinaba. Nevaba en mi reino. Nevaba contra todos los pronósticos. Nevaba como para desmitificar el arte de la climatología.
Se me acercó el Hechicero Supremo.
- Majestad, ¿usted nota cuál es el significado oculto de la nieve que cae sobre su reino? ¿Usted se da cuenta de qué cosa demuestra esta gran nevada?
- Eh... ¿demuestra que tengo que ordenarle al Cocinero que prepare chocolate caliente? - aventuré.
El Hechicero Supremo no goza de poderes mágicos tanto como de una paciente diplomacia y de una extraordinaria capacidad para detenerse a mirar ahí donde los otros siguen de largo.
- Sí, Majestad, el chocolate caliente es una excelente idea - concedió y continuó - pero yo me refiero a otra cosa. Si nieva aquí, donde eso nunca sucede, significa que el hecho de que algo nunca haya pasado no convierte a ese algo en imposible. Puede planificar, Majestad, puede hacer pronósticos delirantes para su futuro: está nevando aquí, donde nunca nieva.

Imagen de la foto: la vereda de mi casa, el 9 de julio de 2007. La primera vez que vi nevar.

06 julio, 2007

Pretérito imperfecto, futuro incierto

El peluquero que atiende en el centro de estética es analfabeto. Lo escuché cuando se lo confesaba a una clienta.
- Si no trabajara acá no se lo que haría, no se leer, no se escribir, cuando tengo que firmar algo... - y la conversación se perdió en el ruido del local.

Estoy acostumbrada a leer. Desde chica. Siempre (presente contínuo) estoy leyendo algún libro. Estudié una carrera que exige lectura y escritura. Trabajo con palabras escritas. Cuando no estoy trabajando, también escribo. Leo para saber escribir. Leo porque necesito leer. Ya supera los límites de lo estrictamente placentero: necesito comer, necesito dormir, necesito leer.
Entiendo que muchas personas no sientan ni un gramo de pasión por la lectura y la escritura. Lo entiendo porque yo no siento ni un gramo de pasión por, para poner un ejemplo, la tapicería. Y hay personas que aman la tapicería.
Pero si estoy escribiendo esto, si aún estoy pensando en el peluquero, no es porque no concibo la idea de que haya alguien que no esté interesado en Cien años de soledad o La sombra del viento o El curioso incidente del perro a medianoche.

Si escribo esto, si aún estoy pensando en el peluquero, es porque pienso que cuando el peluquero vea un cartel que diga no avanzar, peligro de derrumbe, el peluquero avanzará.

03 julio, 2007

Breve carta desde el desierto

El viento trajo un espectro salino. Te percibí en el escozor.

Las grietas que abrieron paso a lo fueguino. El ardor que provoca y calma. La antorcha que titila entre llamas ordinarias.
Todo te delata.

El desierto sigue inhabitable. Los coyotes le aúllan a tu magia de arena. Los espejismos envidian la veracidad de tu hermosura.

Me marcho ya. Busco una zona de pinos, menta y agua.
Lucho por descubrirte entre un puñado de tierra fértil.

01 julio, 2007

De fronteras y exclusiones

Siento, cada vez más, que la normalidad no es ni estática ni única.
Yo viajaba hacia mi trabajo, sentada en el último asiento doble del colectivo, al lado de la ventanilla. A diez cuadras de bajarme, alguien me tocó el hombro. Un hombre de más o menos cuarenta años, con la cabeza rapada y una boina beige.
- ¿Me dejarías el asiento, por favor? - yo ya me estaba parando, suponiendo que le había bajado la presión o algo así - Es que me pesa el bolso - y me señala un bolsito que llevaba en la mano.
Le dejé el asiento, convencida de que el hombre había decidido que, en todo el colectivo, yo era la persona con más cara de boluda. Se sentó y ahí pude ver que su boina estaba adornada con una cantidad exagerada de prendedores: The Beatles, Boca Juniors, El principito, una hoja de marihuana y demás motivos que ahora no recuerdo. Del bolsito sacó una Biblia y comenzó a leer con desesperación.

Esa misma tarde quedé en encontrarme con mi prima en la estación. Para hacer tiempo, me metí en un bar a comer algo. Saqué mi libro de turno y me volqué a él. Un par de minutos después, un hombre de sesenta años se sentó en la mesa de al lado y empezó a carraspear. Fuerte. Muy fuerte. Demasiado fuerte. Anormal. Llamó al mozo a los gritos. El mozo le pidió que no gritara, que molestaba a la gente, y le tomó el pedido. El hombre comió, volvió a carraspear subiendo el tono en cada carraspeo, volvió a gritarle al mozo, el mozo volvió a pedirle que baje la voz, le cobró y el hombre se fue.

Ya no se qué cosa es normal y qué cosa es principio de locura. No se cómo juzgarlo, si fijarme en esos detalles tal vez me convierte en una excéntrica más, una excéntrica que se obsesiona con detalles insignificantes.
Tal vez estoy del lado de afuera de algo que no logro entender.