29 julio, 2008

La escritora empática

Cuando tenga nietos les contaré, una y otra vez, orgullosa: yo fui contemporánea de Claudia Piñeiro. Y ellos pondrán cara de hartazgo, una y otra vez.
La literatura de Claudia Piñeiro es, para el lector que quiere ser escritor, una herramienta de doble filo: la leemos y creemos que escribir es fácil. Claudia Piñeiro no utiliza palabras remotas, palabras que nos hacen dudar de su significado; su escritura se compone de términos nuestros, cotidianos, accesibles. Tan así, que imagino a una Claudia Piñeiro de antaño, veinteañera, alumna de un posible taller literario, y la imagino escuchando cómo el profesor le dice que mmm, sí, está bien, pero intentá enriquecer tu lenguaje, y si eso que imagino fue real, agradezco a los dioses el haber permitido que ella se mantuviera inmóvil en sus renglones sutiles y de perfil bajo pero innegablemente certeros, lapidarios, punzantes y cortantes. Agradezco que escriba los diálogos y pensamientos de sus personajes con un abrumador sentido de la realidad, como si ella fuera cada personaje y no su creadora.
Decía, la leemos y creemos que escribir es fácil, que cualquiera escribe, y no nos damos cuenta de que si ella no nos mete en laberintos borgianos no es por carencia de talento ni, mucho menos, de estilo. Al contrario: Claudia Piñeiro es un estilo. Un estilo que crea adictos. Un estilo que nos permite, a sus adictos, reconocerla entre miles. Y son escasos los escritores que pueden hacer alarde de semejante hazaña. Y me da la sensación de que Claudia Piñeiro no hace alarde de nada. Me da la sensación de que ella es como sus renglones, de perfil bajo, sutil e innegable.

En su novela Elena sabe, Claudia Piñeiro cita a Thomas Bernhard: “Una construcción de cemento no es sino un castillo de naipes. Basta que llegue la ráfaga precisa”. Y yo no leí a Thomas Bernhard, pero leí a Claudia Piñeiro, y sé que ella es especialista en eso, especialista en construcciones de cemento, en castillos de naipes, en ráfagas precisas.
Y yo me jacto de vivir ahora, en su tiempo, como si su existencia me afectara de algún modo.

24 julio, 2008

Tu encanto rústico

No puedo cantar como Janis Joplin. No puedo, tampoco, tender la ropa en la soga de mi terraza sin subirme a un banquito. No puedo dejar de conmoverme con los perros callejeros, ni fingir impavidez frente a tu despliegue de encanto rústico y contagioso. Casi nunca puedo llegar tarde a mi destino, y este hecho bien puede servir como metáfora o como innegable realidad. No puedo relajarme ante lo desconocido. No puedo creer en la vida como camino lineal, ni en la muerte como salvación. No puedo ver sin mis anteojos, y a veces ni eso me alcanza.
Pero no puedo descartar lo imposible, por experiencia no puedo. Y esta paradoja, la de resultarme imposible descartar lo imposible, pone en duda todo lo dicho anteriormente.

Por el momento no tengo la intención de fingir impavidez frente a tu despliegue de encanto rústico y contagioso; ahora que ya te aclaré la diferencia entre poder y querer, intentaré cantar como Janis Joplin, aunque el fracaso sea estrepitoso.

19 julio, 2008

Macondo

Estoy leyendo una vez más Cien años de soledad. Ya canso, lo sé. El tema es que ahora me dí cuenta de una particularidad; es decir, ya antes lo sabía, pero es ahora cuando el detalle me golpea.
Aureliano Buendía es pedófilo. Aureliano Buendía, uno de los personajes más importantes y memorables de una de las mejores novelas de la historia de la literatura, es pedófilo. Y lo que me espanta más que el hecho mismo, es que lo leemos y lo aceptamos como parte integrante de la llamada literatura fantástica: una mujer que airea sábanas levanta vuelo de golpe, un hombre deja cacharros con agua por toda la casa para que el fantasma del tipo que murió asesinado por él tenga con qué lavarse las heridas, el coronel Aureliano Buendía espera a que su novia alcance la pubertad para al fin casarse con ella. Lo leemos y sentimos ternura cuando el hombre laberíntico que engarza pescaditos de oro se queda sin habla frente a la niña del vestido de organdí. Nos conmovemos y no nos asombramos demasiado cuando vemos que nadie le dice oíme, enfermito, tiene once años, sacá los garfios de ahí. En Macondo, hasta la pedofilia es normal.

Hace tiempo me pasaron este texto de, me dijeron, Ricardo Piglia: “El escritor es un desmitificador, un delator. Si nuestra sociedad tiende a ocultar lo real y el lenguaje es el elemento fundamental de ese escamoteo, el escritor debe emprender el camino inverso, quebrar la máscara del lenguaje y de ese modo iluminar, corromper y finalmente cambiar la realidad. El lector es mi enemigo: no quiero dejarle otro escape que el enfrentamiento con su propia conciencia. Escribo para incomodar al lector, para molestarlo, para impedirle vivir tranquilo”.
Yo no sé si la intención de García Márquez fue impedirnos vivir tranquilos o simplemente crear el pueblo más famoso de la literatura de habla hispana. O tal vez ni siquiera eso. La cuestión es que, amparado en el recurso de lo fantástico y queriéndolo o no, el escritor colombiano siembra minas bajo la tierra: Aureliano Buendía es miembro de una de las familias más trascendentales de Macondo, y don Apolinar Moscote es un político que no goza de las simpatías de los habitantes. Don Apolinar Moscote necesita ganarse un lugar. Aureliano Buendía se enamora de la hija de once años de don Apolinar Moscote. Don Apolinar Moscote entrega a su hija, y las familias están en paz. Y a nosotros nos parece normal, porque en Macondo todo es normal, hasta que lo leemos tantas veces que recitamos párrafos de memoria, y entonces agudizamos la pupila y leemos entre líneas, y diferenciamos lo normal de lo acostumbrado. Y ahí, justo ahí, descubrimos que Aureliano Buendía es pedófilo, y ya no nos enternecemos sino que nos espantamos, y no tenemos otro escape que el enfrentamiento con nuestra propia conciencia.

Una vez más, la literatura revela su contextura revolucionaria, y demuestra que la comunicación sí es posible.

16 julio, 2008

La coartada

Yo carecía de súper héroe. Ninguno me convencía. A la Mujer Maravilla la convirtieron en puro símbolo sexual. Batman siempre me pareció que necesitaba años de diván. Cuando veo al Hombre Araña siento unas incontrolables ganas de patearle el trasero. Y Súperman no me gusta por la misma razón por la que desconfío de los sonetos: tanta perfección es poco creíble.
Pero hace poco vi Hancock, y lo adopté de inmediato. Me gustó su cercanía, su humor brusco, sus problemas humanos, su vulnerabilidad pese a ser indestructible. Porque Hancock es destructible aunque sea indestructible.

Hay quien piensa que el amor es la forma de huir de la muerte. Que el ser humano ama para proporcionarse una coartada, un escondite, un refugio. Siguiendo la misma lógica, el precio del amor es la mortalidad como condición. Se nos permite el amor, sí, pero entonces moriremos.
Hancock es inmortal e indestructible. Hasta que se enamore. Cuando Hancock ame, su poder cesará y será tan mortal como vos y yo, y ahí podrán destruirlo. Y este argumento, que puede parecer cruel e injusto, revela la falla del súper héroe. Este argumento pone al humano por encima del dios: como la salvación del mundo depende de Hancock, Hancock debe sacrificarse y resignarse a la inmortalidad. Hancock debe evitar amar. El amor humaniza.
Porque, en definitiva, el amor es cosa de humanos, no de dioses.

11 julio, 2008

Ronda de cuentos


Como ya comenté aquí, mi cuento Sombras chinescas fue incluído en la antología Ronda de cuentos, de Editorial Dunken. Ayer fue la presentación, comandada por el escritor César Melis, seleccionador y prologuista del libro.
Yo pasé el día de ayer entre nervios y neurosis; acostumbro a escribir en compañía de mi perro, a este lado de la computadora. Sean textos para el blog, cuentos que mantengo inéditos o mi primera novela, los hago en silencio, de puertas para adentro. Me enfrento al poderoso atractivo del papel en blanco como debe hacerse: sin público. Y de golpe, me avisan que uno de esos textos será publicado junto a otros. La situación es fuerte; invita a creer que esta tarea imposible, la escritura, puede lograrse. Y digo puede porque sé que nunca voy a estar totalmente conforme con mis resultados finales, y está bien así. Esa falta de conformidad me hace seguir acá y así como estoy, enfrentada al papel en blanco. Desde hace rato sospecho que escribir es caminar en círculo, un círculo que, sin embargo y por milagro, lleva a algún lugar. Y ese lugar es donde quiero estar.

La imagen de este texto es la portada final del libro.
Si alguien desea adquirir la antología, puede hacerlo personalmente en la librería de la editorial, ubicada en Ayacucho 357, o bien puede ponerse en contacto por mail o por teléfono.

07 julio, 2008

Insistentemente felina

Esta vez fue una gata blanca. Parecía un pompón. Y había venido a parir al cuarto que hace años funcionaba como taller de dibujo de mi papá, y que ahora sirve para guardar todo aquello que queremos rescatar de las ansias destructivas o lúdicas de mi perro. Yo descubrí el parto una vez que los tres gatitos ya corrían por mi casa, pero no parecían gatitos sino renacuajos peludos. Eran horribles. Y yo entendí, con esa irrevocable certeza que sólo se tiene en sueños, que los gatos y su madre debían irse de ahí. Por mi perro, tal vez. O porque sí.
Y lo que más me llama la atención es que en el sueño del tigre negro en el desierto no sentí tanta angustia como cuando tuve que agarrar gatito por gatito y sacarlos a la calle.

Tengo un inconsciente felino que desde hace días está tratando de salir a la luz. A veces tiene forma de tigre abrasado y feroz, que se niega a morir. Otras veces es una gata parturienta que busca cuna para sus renacuajos.
Y lo que más me extraña es que conviven dentro mío, y yo no me entero. Salvo en sueños.

03 julio, 2008

Colores complementarios

Quienes me conocen saben de mi capacidad para vestirme con, por ejemplo, un pullover violeta, un pantalón rojo, medias azules y zapatillas marrones, y hacerlo con absoluta impunidad. Y quienes me conocen saben, también, que ese mismo criterio no me sirve para nada a la hora de relacionarme con la gente: si el color de determinada persona no hace juego con el mío, dificilmente esa persona obtenga de mí algo más que una sonrisa de cortesía y un caparazón cerrado.

Recuerdo con total nitidez el momento en que él, demoledor y solar, entró por aquella puerta. Y lo recuerdo bien porque apenas entró por aquella puerta, su color primario se detuvo frente al mío, se midieron, se olfatearon, se reconocieron y se fundieron. Se fundieron no como dos mitades creando un entero sino como dos enteros individuales que se unen para inventar otro entero más completo, más brillante. Yo contemplaba la reciente fundición con cálida sorpresa. Entonces, en ese instante, él me vio, vio mi color, y entendió.
Pero si la vida fuera solamente fundir colores, yo no me dedicaría a la escritura sino a la pintura, y todo sería felicidad. Mas no. Hay más. Y eso que hay no siempre se soluciona con la unión de dos colores complementarios. Tal vez por eso él y yo nunca hablamos del tema, y nos encargamos de mantener una distancia educada.
A esta altura de los acontecimientos, no sé si es alarmante o esperanzador ver que nuestros colores no hacen caso de nuestras racionalidades, y van juntos de taberna en taberna, luminosos y cómplices de algo que no termino de vislumbrar.