26 noviembre, 2009

Lo que el viento no se llevó

Se parecía a Juliette Binoche, pero con cuerpo e identidad de italiana y alma extraña y singular.

Era mi nona, la mamá de mi mamá. Vino en barco a finales de los años cuarenta, porque allá no podían estar y acá sí. Y yo soy, yo estoy, yo existo porque ella vino en barco a finales de los años cuarenta, y porque un tiempo antes, allá, en el campo de concentración, no creyó que las duchas eran realmente duchas y se escondió; no sé dónde ni cómo se escondió, porque ella no hablaba mucho de eso. Y si no hablaba no era por una cuestión de negación del pasado sino por una rara cualidad de su naturaleza: no se quejaba, no protestaba, no hablaba mal de nadie; no estoy exagerando las virtudes de una persona querida y muerta: realmente era así, y no conozco a otra persona que esgrima la paciencia y la comprensión a extremos tan inverosímiles como lo hacía ella.

Las escasas veces que discutíamos era por su tendencia a defender al otro, en un ejercicio de diplomacia que se me antojaba irritante. Yo me peleaba con alguien y ella nunca se ponía de mi lado, o eso parecía. Ahora, años después, yo hago lo mismo. Nunca saltás a mi favor, me acusan mis amigos, y yo quiero decirles que no es tan así, y no puedo evitar sonreír en silencio al descubrir la influencia callada y persistente, la influencia tatuada de mi nona, la influencia que la muerte, una muerte muy hija de puta, no pudo arrancar.

Y me gustan las personas enérgicas, luminosas, solares, y veo que pierdo la paciencia con facilidad cuando me cruzo con personas que usan la queja como estado natural de ánimo, el pesimismo como argumento, la protesta como escudo, y que lo hacen frente a situaciones, a mi entender, insignificantes. Sé que muchas veces soy injusta, ya que cada dolor es único y vale por sí mismo, pero no heredé la sabia quietud frente a lo que me irrita.

Fui criada en la casa de una mujer que, créanme, tenía varios motivos, motivos grandes, para vivir resentida con el mundo, y sin embargo no lo hacía. Lo que sí hacía era encontrar flores en pantanos y señales en el humo, y lo maravilloso es que no lo hacía por ingenuidad sino por experiencia: vivió cosas terribles y, sin embargo, cuando estaba de vuelta (cuando yo la conocí), actuaba como una persona jamás herida. Tuvo la posibilidad real de pensar que el mundo es inhabitable, y eligió no hacerlo. Esa elección me hace pensar mucho, y me lleva a perder la paciencia frente al lloriqueo fácil, frente a la malicia absurda, frente a la queja que funciona por aburrimiento o por ignorancia.

Y yo tengo la sangre de esa mujer. Y además de la sangre tengo la influencia. Y sé (lo aprendí luego de un duelo de cuatro años) que hay una cosa que la muerte no puede llevarse: la vida como elección de vida.

19 noviembre, 2009

La psicóloga de Tony Soprano

En la excelente serie Los Soprano, el jefe de la mafia, Tony Soprano, sufre ataques de pánico. Para solucionar su problema, comienza a tratarse con una psicóloga, y las sesiones entre Soprano y su doctora se convierten en el eje de la serie.

La psicóloga de Soprano es un personaje de moral muy estricta: acepta al mafioso como paciente porque entiende que tiene un problema a nivel personal y que necesita solucionarlo, pero le advierte: si usted me cuenta sobre sus crímenes, voy a tener que denunciarlo. La relación que tiene Soprano con su psicóloga es un tanto confusa: ambos se sienten atraídos, incluso él cree estar enamorado de ella, pero la moral férrea de la mujer se impone a cualquier otra cosa.

En un episodio, la mujer sufre una violación. Un hombre la arrincona en el edificio donde ella trabaja y la viola, dejándola, obviamente, muy traumada. Al día siguiente, la doctora tiene sesión con Tony Soprano; él la ve rara, taciturna. La ve mal. Le pregunta si se siente bien, si le pasa algo, si la puede ayudar de algún modo. Ella duda, le agradece y le dice que no. Más tarde, en una sesión con su propio analista, la mujer dice:

-Yo sé que si le contara a Tony Soprano que me violaron, él movería cielo y tierra para encontrar al tipo. Y lo encontraría, y lo torturaría, y luego lo mataría.

El psicólogo, extrañado y un tanto espantado, le pregunta si ella va a pedirle a Tony Soprano que destruya al tipo que la violó. La mujer le contesta:

-No. Me basta con saber que puedo hacerlo.

Encuentro, en esa respuesta, la expresión máxima del poder. El verdadero poder, el punto más alto del poder, es inactivo. El poderoso de verdad no tiene necesidad de ejercer su poder, porque le basta con saber que puede hacerlo. Si el fin de toda acción es satisfacer los propios deseos, el poderoso que no rinde cuentas a nadie se siente realizado con la simple certeza de su poder. Quien tiene que demostrar lo que posee, carece, en el fondo, de algo.

Tony Soprano es el jefe de la mafia. Si quiere, mueve un dedo y destruye una ciudad. Es, en acción, la persona más poderosa de la serie. La psicóloga de Tony Soprano es una mujer violada que sabe que, si quiere, dice una palabra y Tony Soprano destruye a su agresor. Y quienes miramos la serie intuimos que Tony Soprano haría eso sin pedirle nada a cambio, porque la relación que Soprano tiene con esa mujer no la tiene con nadie más. Pero la mujer no lo pide.

La mafia está en manos de una psicóloga honesta, y nadie lo sabe.

Eso es el poder.

12 noviembre, 2009

Análisis de los medios (la noticia amorfa)

A veces, cada tanto, alguien me pide opinión; me pregunta qué lectura literaria le recomiendo. Yo contesto: “Todo”. En especial si quien lee, además, escribe. Creo que para encontrar el propio estilo uno debe alimentarse con literatura variada; cuanto más variada, mejor, ya que la variedad dificulta la copia o la imitación, aunque sea involuntaria: hay tanta influencia que a uno no le queda más remedio que escribir con palabras propias. Que lo leído guste es otro tema. Leer todo no implica disfrutar de todo lo leído ni estar de acuerdo con todo lo leído. Leer todo significa tener más herramientas.

A la hora de leer el diario, la mayoría suele leer EL diario. UN diario, uno solo. Supongo que nuestro inconsciente nos dice que las noticias son siempre las mismas, y entonces para qué cambiar de fuente.
Pero resulta que la fuente le da forma a la noticia (naturalmente amorfa), porque detrás de la fuente hay una empresa (un diario es una empresa, con trabajadores, puestos inferiores, puestos superiores, jefes, gerentes y demás) que cuida sus intereses. Sus intereses propios. Entonces, si la noticia en su estado amorfo no le conviene a la empresa (diario o cualquier medio de comunicación), la empresa le da forma a la noticia, la talla, la pule, la lima, la pinta, la barniza y la decora de acuerdo a su conveniencia (a la conveniencia de la empresa).
Entonces: ¿qué diario hay que leer? ¿Qué noticiero hay que mirar? Todos. No aquel que opina más o menos como nosotros, para así tener un aval para nuestra propia (¿propia?) opinión. Todos, el oficialista, el opositor, y el que no sabemos qué es. Porque si leemos todos los diarios, todos los modos de dar la noticia, la copia y la imitación (aunque sea involuntaria) se hace cada vez más difícil, más brumosa, más lejana.
Y ahí, justo ahí, empezamos a pensar.

06 noviembre, 2009

Yo me miro

“El hombre libre es el que no teme ir hasta el final de su pensamiento” (Léon Blum).

Lo malo de la introspección es que no hay salida posible. Es uno contra uno, y es uno contra uno para poder ser uno a favor de uno. ¿Con qué argumento se defiende lo que no se conoce, con qué argumento se sostiene o se erradica? Yo me miro para entender qué es lo que hace ruido, dónde está la gotera, dónde la grieta, dónde lo inquebrantable. Yo me miro porque afuera hay mucho mundo, y adentro también, y tengo que saber diferenciarlos.

Pero no hay salida posible. No es que quiera huir, puedo estar a solas con mi cabeza sin padecer un ataque fantasma. Y creo que ese privilegio lo gané cuando acepté mirarme sabiendo que no hay salida posible: los callejones sin salida son cosa de valientes o de suicidas; creo que no soy lo primero, pero en cambio estoy convencida de que no soy lo segundo. Deduzco, entonces, que sí soy lo primero; eso demuestra que me equivoqué. Otra razón para la introspección. Para ser valiente hay que ser valiente.

Hay respuestas que ya intuía que estaban ahí, y sin embargo no me gustan. Son molestas, no encajan con mis planes. Pero Gilda, sabés perfectamente que hay un tremendo error en lo que encaja; sabés perfectamente que encajar es un error, que lo verdadero no encaja sino que se acomoda solo. Sabés perfectamente que si las respuestas que salen de tu propio interior son incómodas, es que estás formulando preguntas erróneas. Cambiá la pregunta.

¿Qué hago con el mundo? No entiendo la pregunta. Cambiala.

¿Qué hago con las palabras ajenas, los silencios ajenos, las presencias y ausencias ajenas, las mentiras ajenas, las verdades ajenas que van dirigidas a mí? Las que no me tocan no me interesan, al menos no ahora; es MI introspección, puedo ser egoísta. ¿Eh? ¿Qué hago? Una vez más estás preguntando mal. ¿Ves que no hay respuesta? Lo que es ajeno no es tuyo, así que no podés hacer nada. Estás preguntando mal.

A ver ahora: ¿qué hago con mis palabras, con mis silencios, con mis presencias y mis ausencias, con mis mentiras y mis verdades, con todo lo mío que va dirigido a los otros? Buena pregunta, periodista. Respuesta: bancátelo. Sos responsable de lo que emitís. ¿Podré bancármelo? Pregunta ociosa, ya sabés su respuesta. Y ahora seguí mirándote, que esto recién empieza.

01 noviembre, 2009

Otro príncipe encantado

-¡No me mates, soy un príncipe encantado! –me gritó la cucaracha. Yo me quedé con la pantufla en la mano, lista para el golpe.

-¿Un príncipe encantado? –pregunté.

-Sí, mi amada. Bésame y volveré a ser el hombre noble que era antes.

Dudé un instante, sólo un instante; tiempo suficiente para recorrer mi living con los ojos y ver a mis tres caballeros: uno miraba fútbol como poseído y se rascaba la entrepierna, otro bebía vino en tetra-brick sin molestarse en limpiar el chorro de tinto que le caía por la barbilla, y el tercero dormía en el sillón, en calzón y medias, mientras los ronquidos hacían que mi casa pareciera un establo. Antes de mi beso habían sido sapo, lagartija y suricata.

Me puse la pantufla y pisé a la cucaracha. De ahora en más, me dije, plebeyo o nada.