Lo que el viento no se llevó
Se parecía a Juliette Binoche, pero con cuerpo e identidad de italiana y alma extraña y singular.
Era mi nona, la mamá de mi mamá. Vino en barco a finales de los años cuarenta, porque allá no podían estar y acá sí. Y yo soy, yo estoy, yo existo porque ella vino en barco a finales de los años cuarenta, y porque un tiempo antes, allá, en el campo de concentración, no creyó que las duchas eran realmente duchas y se escondió; no sé dónde ni cómo se escondió, porque ella no hablaba mucho de eso. Y si no hablaba no era por una cuestión de negación del pasado sino por una rara cualidad de su naturaleza: no se quejaba, no protestaba, no hablaba mal de nadie; no estoy exagerando las virtudes de una persona querida y muerta: realmente era así, y no conozco a otra persona que esgrima la paciencia y la comprensión a extremos tan inverosímiles como lo hacía ella.
Las escasas veces que discutíamos era por su tendencia a defender al otro, en un ejercicio de diplomacia que se me antojaba irritante. Yo me peleaba con alguien y ella nunca se ponía de mi lado, o eso parecía. Ahora, años después, yo hago lo mismo. Nunca saltás a mi favor, me acusan mis amigos, y yo quiero decirles que no es tan así, y no puedo evitar sonreír en silencio al descubrir la influencia callada y persistente, la influencia tatuada de mi nona, la influencia que la muerte, una muerte muy hija de puta, no pudo arrancar.
Y me gustan las personas enérgicas, luminosas, solares, y veo que pierdo la paciencia con facilidad cuando me cruzo con personas que usan la queja como estado natural de ánimo, el pesimismo como argumento, la protesta como escudo, y que lo hacen frente a situaciones, a mi entender, insignificantes. Sé que muchas veces soy injusta, ya que cada dolor es único y vale por sí mismo, pero no heredé la sabia quietud frente a lo que me irrita.
Fui criada en la casa de una mujer que, créanme, tenía varios motivos, motivos grandes, para vivir resentida con el mundo, y sin embargo no lo hacía. Lo que sí hacía era encontrar flores en pantanos y señales en el humo, y lo maravilloso es que no lo hacía por ingenuidad sino por experiencia: vivió cosas terribles y, sin embargo, cuando estaba de vuelta (cuando yo la conocí), actuaba como una persona jamás herida. Tuvo la posibilidad real de pensar que el mundo es inhabitable, y eligió no hacerlo. Esa elección me hace pensar mucho, y me lleva a perder la paciencia frente al lloriqueo fácil, frente a la malicia absurda, frente a la queja que funciona por aburrimiento o por ignorancia.
Y yo tengo la sangre de esa mujer. Y además de la sangre tengo la influencia. Y sé (lo aprendí luego de un duelo de cuatro años) que hay una cosa que la muerte no puede llevarse: la vida como elección de vida.