26 octubre, 2009

Y todavía no hemos visto nada

“El gran pez alcanza ese tamaño porque nunca se deja atrapar” (Tim Burton).

En la película El gran pez, vemos cómo el protagonista, Edward Bloom, pasa su vida contando anécdotas fabulosas e inverosímiles acerca de su pasado. Y su hijo está harto. Su hijo está herido. Su hijo es un muchacho sensato que siente que no conoce a su padre, porque cada vez que le pide que le cuente cómo ocurrió determinada cosa, determinado hecho, el padre recurre a alguna de sus historias fantásticas. Edward Bloom le contó a su hijo que, el día de su nacimiento, él no estuvo presente en el parto porque ése fue el día que atrapó al gran pez, un pez inmenso y casi mitológico que habitaba en el rio del pueblo.

Un día, el hijo se encuentra con el viejo médico que atendió su parto, y le pregunta cómo había sido, en realidad, su nacimiento. El médico, que conoce la versión de Edward Bloom (como la conocen todos en el pueblo), le contesta:

-Tu madre vino sola porque tu padre estaba en un viaje de negocios y no llegó a tiempo. La versión de tu padre es mejor, ¿verdad?

Edward Bloom es una persona difícil, como lo es toda persona que no se deja atrapar por los modelos establecidos. No es un rebelde: es un tipo que tiene un modo muy particular de ver las cosas y, por lo tanto, un modo muy particular de actuar: en una tierra de ilusionistas, él cree en la magia. Y, como todo creyente verdadero, no se limita a creer sino que activa su creencia, la retroalimenta.

En uno de sus monólogos radiales, Alejandro Dolina dijo: “...pero a veces, digo, esos juegos no son tan inocentes y, a veces, el juego consiste simplemente en vivir como si todavía no nos hubiera ocurrido lo mejor. Y ese ya es un juego más pesado, un juego que a veces cuesta caro, un juego serio. Y el que lo juega, lo juega seriamente, como juegan los chicos o con la misma fe poética que pedía Coleridge para entender el arte, con esa renuncia a la incredulidad...”.

Y es lo mismo que dice Joaquín Sabina: “... para mentiras, las de la realidad: promete todo pero nada te da; mi crimen fue vestir de azul al príncipe gris”.

Así, como dicen Dolina y Sabina, así es Edward Bloom. No se deja atrapar. Juega, sigue jugando, como si todavía no le hubiera ocurrido lo mejor, como si todavía no hubiera visto nada. Viste de azul al príncipe gris, y lo hace de una manera seria, porque está en juego su vida (la vida que eligió vivir, con grandes peces inalcanzables y hombres lobo cuya aparente maldad “sólo es soledad o falta de refinamiento social”).

Los Edward Bloom del mundo son la delicia de los detractores. ¿De los detractores de qué? De los detractores en general, de los detractores y punto.

Y como sé que mi tendencia a la honestidad brutal, a la carencia de eufemismos, a la necesidad de la verdad como lanza y como escudo, puede generar confusiones válidas, aclaro: yo también creo que las versiones de Edward Bloom son mejores. Yo tampoco quiero dejarme atrapar. Porque yo también quiero seguir jugando como si todavía no hubiera visto nada.

19 octubre, 2009

Sombras chinescas

Él es un artista de las sombras chinescas. Le gusta armar el escenario, prender las velas y ubicarlas en el lugar que más le convenga a su arte. A mi me encanta sentarme en mi butaca frente a esa pared y dejarme fascinar por las grandilocuencias que sus manos inventan. La danza es en silencio. Él no habla, sólo crea figuras. Y yo tengo que adivinar de qué se trata.

-Éste es el gladiador heroico que vence con su espada de hielo al león entrenado para matar.

Él gruñe por lo rápido de mi respuesta, no le gusta ser adivinado; aún así, siempre me elige como partenaire porque sabe que voy a adivinarlo. Ama las sensaciones encontradas. Sus manos vuelven a danzar frente al fuego titilante de las velas; la penumbra es ideal.

Arriesgo.

-Éste es el león que fue herido por el gladiador en la sombra anterior. Ahora gime porque le duele su herida y su majestuosidad derrotada.

Él frunce el ceño porque no soporta perder dos de dos. Con rabia apaga las velas para que yo no vea su orgullo ni su placer y en medio de la oscuridad absoluta me desafía:

-¿Ahora qué ves?

Yo miro fijo la pared invadida por la negrura de la no-luz y no dudo.

-Éste sos vos.

Inventando curiosas teorías acerca de las sensaciones encontradas vuelve a encender las velas (entiende que necesita algo de luz si quiere ocultarse) y sin mirarme se va en busca de personas que en vez de gladiadores heroicos y leones heridos vean conejos o palomas o mariposas, y que cuando apague el fuego de sus velas en una señal de honestísima vulnerabilidad, en vez de verlo a él no vean nada.

13 octubre, 2009

Los hombres son de Marte

No era apendicitis.

-Felicitaciones, es un... eh... ¿varón? –me dijo el médico mientras sostenía con más profesionalidad que ternura al bicharrajo viscoso que había sacado de mi cuerpo.

El coso gimoteaba, eructaba y me llamaba mamá. Yo lo miré y recordé: hacía unos meses había conocido a un hombre. Creo que era un hombre; era verde y me invitó a pasar una noche en su nave espacial. Comodísima, la nave. Y el ¿hombre? hacía comentarios inteligentes, era gracioso y estaba bueno. El color no me importó, nunca fui racista. Luego me bajé de la nave (tenía un puf re mullido que era una divinura), me fui a mi casa, y supongo que él regresó a Marte. Creo que era de Marte, por eso de “los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus”. Capaz no, capaz era saturnino, lunático o neptuniano. Forastero, seguro.

La cuestión es que mi hijo no tiene un padre, y el hombre más verde de mi vida no sabe que tiene un hijo. Quiero contarle que es igualito a él: verdoso y de extremidades largas. Lo baboso y viscoso lo sacó de mí. Y también quiero reclamarle la cuota alimenticia; nuestro retoño come dos docenas de empanadas y un litro de nafta sólo en el desayuno. ¿Alguien sabe cuándo sale el próximo vuelo a Marte? Ah, ¿no hay vuelos a Marte? ¿Cómo puede ser? Una familia más separada por culpa de la burocracia. En este país no se puede vivir. No, no en este país: en este mundo no se puede vivir. Con razón él no volvió. Si este mundo es un desastre: Obama es Nobel de la paz y no hay vuelos a Marte.

Voy a agarrar el telescopio, a ver si lo veo.

06 octubre, 2009

Madera de viejo nogal

Y la victoria crecerá despacio, como siempre han crecido las victorias (Mario Benedetti).

No es que la muerte sea una victoria, no se trata de eso. No puedo ver a la muerte como una victoria. Tampoco es que yo la llore como la llora su gente, nunca fui fanática de Mercedes Sosa, pero no es eso lo que importa. No importo yo y no importa su gente, al menos no en este texto puntual.

La victoria es el tiempo. Es el agua que corrió bajo el puente, es la lluvia que empapó todo desde, como canta Sabina, aquel chaparrón hasta hoy. La victoria es su resistencia, la coherencia en su discurso de siempre, la sensación de libertad que deja y que dejó. Cantar lo que no se puede cantar es un claro ejemplo de libertad. De ovarios bien puestos y de libertad. Ser exiliada, ser expulsada, ser amenazada, por cantar lo que no se puede cantar es, aunque suene extraño, otro claro ejemplo de libertad. Porque imagino que habrá tenido la opción de replegarse, de cantar canciones inofensivas, de fotografiarse, sonriente, junto a los tiranos de turno, de meterse en el caparazón del no-cuestionamiento, de nunca decir no estoy de acuerdo; habrá tenido todas esas opciones, imagino, y no las utilizó. Lo que sí utilizó fue su derecho, su temerario derecho, de cantar cosas como gracias doy a la desgracia y a la mano con puñal, porque me mató tan mal y seguí cantando, por ejemplo. Y lo utilizó cuando los derechos eran un sueño inalcanzable, un motivo para el dolor; cuando las palabras eran, más que siempre, armas de doble filo, que te mataban (injusta y definitivamente, no tan mal como la mano con puñal de la canción) o te exiliaban. Y la exiliaron, e imagino que quienes la exiliaron (los humanos, no las palabras) pensaron que también eso era definitivo, que el triunfo era de ellos, que el tiempo no podía traer la derrota. Porque el tiempo es la victoria, pero no lo fue para ellos.

Ellos, que ahora deben estar tan viejos como ella, tan físicamente débiles como ella, tan cerca de la muerte (que no es victoria, y seguro empiezan a entenderlo) como lo estuvo ella, deben contemplar el tributo del mundo y no deben entender. O, mejor aún (mi optimismo y mi ingenuidad son tenaces), sí entienden. Deben ver el llanto de todos, el grito de todos, el desgarro de todos, el homenaje y las loas de todos. Deben observar que más de un país remoto y ajeno pone su muerte, la muerte de ella, como noticia de tapa, y deben escuchar que las personas (artistas, anónimos, presidentes en democracia) lamentan su muerte, y que el lamento parece sincero. Y también ven que muchos utilizan su muerte, la muerte de ella, como algo de donde colgarse. Y eso (no sé si lo llegarán a captar) también es la victoria. Porque ella fue tabú, y ahora es orgullo.

Y ella está muerta pero victoriosa. Y ellos, que están vivos pero viejos, débiles y moribundos, tal vez empiezan a comprender.