Hola, flaquita
Estuve pensando en las influencias.
Ese pensamiento al que me obligo desde ayer se lo debo a Cacho de pan. Resulta que Cacho escribió un texto que a mi me recordó a una novela de Manuel Puig. Se lo comenté, y Cacho me dijo que leyó todo de Puig y que incluso lo conoció; amigo de amigos de amigos, o algo así. Y la coincidencia (de todos los escritores que hay, lo hallé parecido justo justo justo a ese que Cacho conoció) me pareció increíble y a la vez no me sorprendió.
Entonces me quedé pensando en las influencias. En las influencias que permitimos. En las influencias que desde afuera no siempre se ven. En las personas que llegan a nosotros de manera irremediable y con destino de tatuaje.
Las lenguas malas murmuran que mi afecto por Jorge Göttling nació la primera vez que me dijo hola, flaquita. Las lenguas malas murmuran que, para una mujer con cuerpo de maja desnuda pero cinco o seis kilos arriba, lo de flaquita sólo puede ser concebido como apodo cariñoso.
Lo conocí cuando entré a trabajar como pasante en el diario en el que él brillaba. Tenía mirada honda y melancólica, fumaba muchísimo y tosía más. Acababa de ganar un premio internacional por un texto que no era su preferido; me habló de eso con una mezcla de orgullo y pudor. Luego me preguntó por mis letras. Que qué escribía. Que a quién leía.
Murió hace casi un año.
Esto es La espera del ciruja de Plaza Francia, el texto por el que lo premiaron y que no era su preferido.
También él es un paisaje de la Ciudad. Con cada ocaso, con la casa puesta como un caracol, el hombre se ubica en el mismo banco de la Plaza Francia. Despliega despaciosamente sus pertenencias, comienza a construir su lecho.
Ocupará caprichosamente tres o cuatro metros cuadrados de la manzana más cara de Buenos Aires hasta que el sol despunte. Es difícil que alguien conozca su nombre, pero quien lo vio alguna vez, quien se tomó tiempo para descifrarlo, sabe que es un ciruja distinto. Tampoco nadie conoce su voz: no pide, no reclama, no protesta, no acepta.
Improvisa un colchón con trapos grises, ennegrecidos por la suciedad o por los años, sus frazadas son extendidas bolsas plásticas, también un cuero pesado e incoloro. No se echará hasta la medianoche. Ilumina su banco la tenue luz de una tulipa pública. Eso es su escritorio y —creemos— su sala de lectura. El hombre lee un diario con la mirada fija, sin lentes, adivinando la letra impresa, hasta que el sueño llegue en su auxilio.
Tiene ojos celestes, la sal del tiempo le oxidó la cara, le dejó estigmas, hinchado por el vino o los hidratos, manos que se prolongan en dedos amorcillados, con uñas largas y negras. Viste ropa ajada, que alguna vez estuvo de moda, como él. Coloca a su lado una casilla de madera, una cucha, que invariablemente portará cuando parta, al alba, rumbo al norte o al olvido.
Alguien arriesga una historia sobre este ícono de la decadencia. Alguna vez fue próspero, tuvo esposa, hijos, amores tan furtivos como los sueños. Los hijos partieron, su perro se fue tras una perra y la mujer tras otro hombre. Pasó de la depresión a la locura, trató de refugiarse con sus hijos, pero no: nunca se sabe si falta una habitación o sobra un viejo. En orfandad, aprendió que la vida es una lata que hay que seguir abriendo. No hay revancha para los duros, tampoco la busca. Se oculta, entonces, en la diáfana Buenos Aires de afiche. Resignado ante la pérdida y el olvido, sólo ha guardado la casilla: él cree que su perro ha de volver.
Ese pensamiento al que me obligo desde ayer se lo debo a Cacho de pan. Resulta que Cacho escribió un texto que a mi me recordó a una novela de Manuel Puig. Se lo comenté, y Cacho me dijo que leyó todo de Puig y que incluso lo conoció; amigo de amigos de amigos, o algo así. Y la coincidencia (de todos los escritores que hay, lo hallé parecido justo justo justo a ese que Cacho conoció) me pareció increíble y a la vez no me sorprendió.
Entonces me quedé pensando en las influencias. En las influencias que permitimos. En las influencias que desde afuera no siempre se ven. En las personas que llegan a nosotros de manera irremediable y con destino de tatuaje.
Las lenguas malas murmuran que mi afecto por Jorge Göttling nació la primera vez que me dijo hola, flaquita. Las lenguas malas murmuran que, para una mujer con cuerpo de maja desnuda pero cinco o seis kilos arriba, lo de flaquita sólo puede ser concebido como apodo cariñoso.
Lo conocí cuando entré a trabajar como pasante en el diario en el que él brillaba. Tenía mirada honda y melancólica, fumaba muchísimo y tosía más. Acababa de ganar un premio internacional por un texto que no era su preferido; me habló de eso con una mezcla de orgullo y pudor. Luego me preguntó por mis letras. Que qué escribía. Que a quién leía.
Murió hace casi un año.
Esto es La espera del ciruja de Plaza Francia, el texto por el que lo premiaron y que no era su preferido.
También él es un paisaje de la Ciudad. Con cada ocaso, con la casa puesta como un caracol, el hombre se ubica en el mismo banco de la Plaza Francia. Despliega despaciosamente sus pertenencias, comienza a construir su lecho.
Ocupará caprichosamente tres o cuatro metros cuadrados de la manzana más cara de Buenos Aires hasta que el sol despunte. Es difícil que alguien conozca su nombre, pero quien lo vio alguna vez, quien se tomó tiempo para descifrarlo, sabe que es un ciruja distinto. Tampoco nadie conoce su voz: no pide, no reclama, no protesta, no acepta.
Improvisa un colchón con trapos grises, ennegrecidos por la suciedad o por los años, sus frazadas son extendidas bolsas plásticas, también un cuero pesado e incoloro. No se echará hasta la medianoche. Ilumina su banco la tenue luz de una tulipa pública. Eso es su escritorio y —creemos— su sala de lectura. El hombre lee un diario con la mirada fija, sin lentes, adivinando la letra impresa, hasta que el sueño llegue en su auxilio.
Tiene ojos celestes, la sal del tiempo le oxidó la cara, le dejó estigmas, hinchado por el vino o los hidratos, manos que se prolongan en dedos amorcillados, con uñas largas y negras. Viste ropa ajada, que alguna vez estuvo de moda, como él. Coloca a su lado una casilla de madera, una cucha, que invariablemente portará cuando parta, al alba, rumbo al norte o al olvido.
Alguien arriesga una historia sobre este ícono de la decadencia. Alguna vez fue próspero, tuvo esposa, hijos, amores tan furtivos como los sueños. Los hijos partieron, su perro se fue tras una perra y la mujer tras otro hombre. Pasó de la depresión a la locura, trató de refugiarse con sus hijos, pero no: nunca se sabe si falta una habitación o sobra un viejo. En orfandad, aprendió que la vida es una lata que hay que seguir abriendo. No hay revancha para los duros, tampoco la busca. Se oculta, entonces, en la diáfana Buenos Aires de afiche. Resignado ante la pérdida y el olvido, sólo ha guardado la casilla: él cree que su perro ha de volver.
12 Comments:
Este hombre también debiera volver arcángel, gracias por habérnoslo traído. Un texto magnífico, como aquel hombre, supongo.
Preciosos los dos textos (el tuyo y el suyo).
Gracias y un beso, Flaquita.
Flaquita, merecido el premio del relato y benditas algunas influencias que nos llegan como dardos de un pellizco de sabiduría.
Buenas noches, muchos besos!
"En las personas que llegan a nosotros de manera irremediable y con destino de tatuaje"...
Así te veo yo.
En cuánto a la decadencia, la mía goza de una salud envidiable.
Que suerte descubrirte.
Besos Gilda.
Julio 2057...
- Abuelo, cuando escribís me hacés acordar mucho a la escritora Gilda Manso.
- En serio? Puede ser, de joven leía cada tanto su blog, se me debe haber pegado che...
- Estás seguro de que el tatuaje que tenés en el brazo es de cuando trabajabas en la General Motors?
- jeje...no le cuentes nada a la abuela...es un secreto entre vos y yo...
F.
Casi todos los grandes columnistas han dedicado una a los homeless. Ésta es preciosa, y como de costumbre eliges bien lo que nos regalas.
Hola a todos. Sí, Göttling fue magnífico.
Toro, apapachazo.
F., me sonrojo...
Yo llegué a Göttling muy tarde.
Y siempre que leo algo de él, me da esa sensación entre admiración y coraje por no haberlo descubierto antes...
Este texto es muy bello.
Un beso fuerte queridísima.
Y un abrazo también.
Gracias por la belleza de los textos.Besos!
Me ha encantado. :D
Me da rabia porque normalmente cuanto más me hace sentir un texto, menos palabras tengo para describirlo, al menos al instante.
es muy bueno. Si éste es así (y no era de los que más le gustaban), ¿como tuvieron que ser los otros?. Ponnos de vez en cuando algo de él.
Un beso
¿Y no le gustaba demasiado?
Pocas veces estamos satisfechos de algo, menos mal que a veces, los demás nos cambian el punto de vista.
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