Jardines de mármol
Teillu escribió y yo me quedé pensando.
Nunca sabemos qué hacer frente a la muerte. Nunca sabemos cómo abrazar al doliente, cómo respetar su soledad, cómo ser compañía sin resultar un agobio. La muerte tridimensiona todo; lo árido se vuelve cortante y lo frágil se rompe con más facilidad.
Y al margen de todo duelo, está el cuerpo.
Hablo del cuerpo del muerto, claro.
Ignoro dónde y cuándo surgió la costumbre de enterrar los cuerpos. La creación de cementerios. Las fosas. Ignoro a quién se le ocurrió la idea, pero me parece atroz.
La atrocidad de ese ritual no la encuentro tanto en el hecho de echar tierra sobre quienes dejaron de vivir sino en su punto opuesto: lo atroz está en ocupar la tierra que, por lógica, les corresponde a quienes siguen vivos.
Tal vez se trata de ruinosa mezquindad de mi parte, pero cuando pienso que la vida tiene prioridad por encima de la muerte, lo pienso incluyendo esos extremos. El cuerpo sin vida es residuo. Aunque duela.
Imagino una escena garciamarquezca: cada persona que muere es enterrada, los cementerios se agrandan y se agrandan y se agrandan hasta desplazar a los vivos, quienes mueren por falta de espacio, espacio para sembrar, cosechar, levantar viviendas, vivir. El mundo, entonces, se convierte en una tumba inmensa.
El cuerpo sin vida debe ser entregado al fuego. Las cenizas, al mar.
La tierra debe pertenecerle a los vivos, para que puedan hacer lo único que se debe hacer frente a la muerte: seguir viviendo.