Vuelo 815 o Ninguna imagen reproduce la totalidad
Un auto blanco se detuvo frente a la casa de mi vecino, el que dicen que vende droga. Del auto bajó un muchacho nervioso, con una gran mochila en su espalda. Tocó timbre en la vivienda del vendedor, le abrieron por el portero eléctrico y el muchacho entró, mirando a ambos lados de la calle con actitud alerta.
Yo paseaba con Pepo, presencié la escena y pensé que resultaba obvio que el muchacho del auto blanco quería comprar droga, o vender droga, y que en la mochila llevaba droga o dinero.
Pero como soy fanática enferma de Lost, luego pensé que lo obvio no siempre es exacto. O que no es como se planeó. O que hay cosas que no imaginamos.
Quienes miramos Lost, la primera vez que vemos a Eko creemos que es una especie de ídolo pagano de cabeza totémica y naturaleza criminal, que corre por la isla dispuesto a degollar al chino, al negro o al rubio sin un instante de duda. Esa primera vez pasa sin cabezas degolladas ni heridas mayores, y entonces miramos a Eko desde otro punto de vista: la segunda vez que lo vemos creemos que ese hombre de belleza intensa, casi dolorosa, es dueño de una misericordia infinita y una voluntad conciliadora, que no tiene maldad ni vanidad alguna.
Luego, Lost nos muestra una escena: la vereda de una parroquia en Nigeria. Un grupo de niños juega al fútbol. De golpe llegan varios hombres armados; le dan un revólver a un niño pequeño y le ordenan que mate a un viejo que anda por ahí. El niño duda. Se acerca un adolescente, se adueña del arma y le vuela la cabeza al viejo. Los hombres armados lo felicitan y se lo llevan. Años después, se ve que el adolescente se convierte en una especie de Don Corleone nigeriano y el niño pequeño (su hermanito) se hace sacerdote. Ese adolescente devenido en asesino era Eko, veinte años antes de naufragar en la isla de nuestra serie, cuando eligió ser matador y mafioso para evitarle a su hermano ese mismo destino. Quienes miramos Lost, nunca hubiéramos imaginado ese pasado.
Quienes miramos Lost, vemos cómo el curtido soldado iraní se enamora hasta los huesos de la blonda nena de papá, cómo el marido enfermo de celos le brinda amistad incondicional al hombre que vio y que miró a su esposa mientras se bañaba, cómo el médico con alma de sanador incuestionable se pone al mando de un comando guerrillero para así matar o morir.
Un poema de Nápoli dice dime con quién andas y te diré quién eres; yo ando conmigo mismo, dime si soy lo que tú crees.
Puedo suponer que el muchacho del auto blanco fue a la casa de mi vecino a comprar droga a montones, pero la verdad primaria no está en mis suposiciones, ni siquiera en las que parecen obvias.
Yo misma no soy ésa que ves.
Aunque a veces te acercás bastante.