28 noviembre, 2008

El caso de las carteras y las botas de goma

Llamé a la policía: alguien había dejado, sobre el tilo de mi vereda, algo que parecía ser una valija o un bolso grande, acompañado de, según se veía, una bota de goma. Habían ubicado el paquete entre las ramas, como oculto. Podría haberlo bajado yo, claro, pero uno nunca sabe. Tal vez la presunta valija contenía algo que me convenía revelar en presencia de terceros: una billetera, miles de dólares, la cabeza de una persona, muchas bolsitas con droga.
Como en las películas, los policías eran dos: uno alto, delgado y morocho, el otro más bajo, rubio y rechonchón.
-Capaz lo dejó un vago –sentenció, indiferente, el morocho. Estaba parado bajo mi árbol, con las manos en la cintura y mirando para arriba.
-¿Le parece, oficial? –pregunté, sin poder evitar un dejo de incredulidad. El policía bajó del árbol la extraña prueba del delito, si es que había existido delito: eran dos carteras de vieja, una adentro de la otra; lo que me llamó la atención fue que eran carteras que usaban las viejas de hace veinte años, no las de ahora. Eran antiguas, pasadísimas de tiempo. Adentro de las carteras, apretujado, un par de botas. Es decir, una bota adentro de otra, que estaba adentro de una cartera que a su vez habían puesto adentro de otra. Y nada más: ni billetera, ni dólares, ni muertos, ni droga.
-Sí, esto lo dejó algún vago. Le robó la cartera a una vieja y la dejó acá –insistió el policía alto. El otro miraba en silencio. Yo quería decir que me parecía improbable que un vago le robe dos carteras a una vieja, y que si eso era lo que en efecto había pasado, el hecho tuvo que haber sucedido hace veinte años, porque hoy en día nadie sale a la calle con esas carteras. Y quería decir, también, que si se trataba de evidencia que un ladrón quería sacarse de encima, por qué diablos había dejado dicha evidencia arriba de mi árbol y no, por ejemplo, en el espléndido terreno baldío que hay al lado de mi casa, donde nunca nadie la encontraría. En vez de eso, pregunté
-¿Y las botas de goma?
El oficial tardó en responder. Se ve que no había pensado en ese punto.
-Las botas se las podemos dar a algún vago –contestó, y guardó todo en el patrullero. Luego se fueron y yo quedé sola, con mi cara de exasperación.

El caso de las carteras y las botas de goma sigue siendo un misterio.
Lectores, se aceptan teorías.

23 noviembre, 2008

Feguasomayasusrayos

Que los soldados iban a la guerra para defender la patria. Cuando era chica escuchaba eso, y no entendía.

Antes de dormirme, mi papá me contaba un cuento: una vaca iba caminando por el campo, hasta que sin querer pisaba un charquito de agua, que era agua mágica, y echaba a volar. Luego se le sumaban ovejas, gallinas, caballos, y el resultado era una fauna voladora que, lejos de darme sueño, me desvelaba cada vez más. Cuando mi papá notaba mis ojos abiertos, cortaba el cuento y me cantaba, a ver si así me entraba sueño. Me cantaba la Marcha de San Lorenzo. Lo que mi papá no sabía era que eso aumentaba mi insomnio, porque en el comienzo, donde dice Febo asoma/ya sus rayos/iluminan el histórico convento, yo entendía Feguasomayasusrayos, y me rompía la cabeza tratando de entender el significado de esa extraña palabra. Trataba de entender eso, y entender también por qué San Lorenzo tenía una canción patria y en cambio River y Boca no tenían nada. Y cuando llegaba a la parte de Cabral/soldado heroico/cubriéndose de gloria, me preguntaba que qué tenía que ver mi tía Gloria en todo eso.

Años más tarde, Charly García grabó su versión del Himno Nacional Argentino, y mucha gente se horrorizó. Yo le pregunté a una maestra que por qué en los actos escolares no ponían esa versión, y ella me contestó que lo que había hecho el rockero era faltarle el respeto a la patria. Pero yo escuchaba eso de Oíd, mortales/el grito sagrado en la voz rajada de Charly García, y escuchaba la guitarra eléctrica con su fuerza de mil toros, y pensaba que mayor falta de respeto era seguir usando esas grabaciones de la Era Paleozoica, con cintas cortadas y tan viejas que de las voces del coro parecían salir polillas.

Entonces, cuando me decían que los soldados iban a la guerra a defender la patria, yo me los imaginaba con sus armas, protegiendo como guardaespaldas a la fauna voladora, mi papá, los futbolistas de San Lorenzo, Cabral soldado heroico, mi tía Gloria, Feguasomasyasusrayos (fuese lo que fuese), Charly García, y el coro apolillado.
Y no entendía.
Y ahora, ya adulta y madura, comienzo a percibir que la patria no es eso.

Y ahora entiendo menos.

17 noviembre, 2008

El joven aprendiz

El joven aprendiz de mago se secó el sudor de la frente con una mano igualmente sudada; era el día del examen final y las cosas venían difíciles. El maestro tenía fama de exigente, y el muchacho era de esas personas que se ponen nerviosas cuando alguien las mira fijo.
El examen consistía en el trillado truco del conejo y la galera. La mayoría de los alumnos lo había hecho relativamente bien, y sin embargo el maestro no premió a nadie con elogios refrescantes. El muchacho estaba al borde del desmayo.
Cuando llegó su turno, el joven aprendiz se acercó a la galera ubicada en el centro de la mesa, la golpeó tres veces con la varita de utilería, y dijo, trémulo, las palabras mágicas. Durante los primeros segundos no pasó nada. A continuación de la nada, el muchacho vio cómo una pata gris y enorme se abría paso desde el interior de la galera, seguida por una trompa extensa y ansiosa. Quince minutos le llevó al elefante salir en su totalidad y desplomarse, jadeante de cansancio y clautrofobia, sobre el suelo del aula.
El maestro miró con desdén al animal y con arrogancia al muchacho, y le preguntó:
-¿Acaso esto es un conejo?
El aprendiz musitó una disculpa y se atragantó con el cero que el maestro le puso como calificación. Luego anunció que renunciaba a la magia, como si eso fuera posible, y salió del salón.
El elefante lo siguió con prisa, temeroso de que algún deslunado volviera a meterlo en la galera y se viera obligado a pasar allí otros cincuenta años, hasta que de entre tanto ilusionista apareciera un mago de verdad y le concediera, sin fama ni gloria, la libertad.

12 noviembre, 2008

El viento que todo empuja

Te voy a explicar desde el principio, para que entiendas por qué soy como soy.
Cuando nací pesaba un kilo; poco más. La más ínfima enfermedad podía matarme, porque cualquier bacteria era más grande que mis defensas. No comía. No crecía. Una incubadora me mantuvo viva por cuarenta y cinco días, mes y medio en el que los médicos contaban en cuenta regresiva. Sin eufemismos: me daban por muerta.
Bien, es evidente que no morí.
Los mismos médicos, al verme viva, decían que era un milagro y que si sobrevivía (y dale, ¿aún no los convencí?) sería una persona enfermiza, débil. Dejando a un lado las fragilidades (o fortalezas, según como mire) emocionales y sentimentales (extrañarte, pensarte, llorarte, necesitarte), lo más grave que me pasó fue una infección urinaria que casi interpretaron como apendicitis hace unos años, y un asunto de tabique nasal desviado que estoy atendiendo en éste, mi presente contínuo.

Lo que quiero decir es que la terquedad llegó a mí antes, incluso, que la consciencia. Es mi naturaleza. Desde que nací me pongo metas y las alcanzo, bendecida por diez mil dioses, metas que otros toman por imposibles. O metas pequeñas, algunas, otras imperceptibles, pero que en mí hacen la diferencia entre la incubadora y el aire puro. Confundo el instinto de supervivencia con la ambición, y los confundo a propósito. Porque una vez, la primera vez, los confundí sin querer, y el resultado fue la vida.
Y vos no sos mi vida, pero la hacés más hermosa, así que no te asombres si te digo que sos una de mis metas. Y que los caminos pedregosos me asustan y hacen que me duelan los pies, pero no me detienen. Y que no te pierdo de vista. Y que estoy en marcha, corazón.

09 noviembre, 2008

El Malevo

Comía la naranja sin pelarla. La partía al medio con un cuchillazo seco y la masticaba así, con cáscara. Esta costumbre le había hecho ganar el respeto de todo el pueblo. Esto, y su facilidad para desenfundar el revólver ante la menor provocación.
Era conocido como El Malevo, y todos los días se sentaba en la mesa más arrinconada del bar, a la espera de algo. Todas las personas, tarde o temprano, lo buscaban para que los ayudase a solucionar problemas. El Malevo, con su revólver fácil, sus palabras escasas y sus desayunos de naranjas al mejor estilo macho que todo lo puede, tenía más poder que cualquiera.
Un mediodía de verano, arrastrando polvo y sudor, El Gigante irrumpió en el bar. Contó que venía de un pueblo remoto, huyendo del marido de alguien. Se sentó, apoyó los pies en el respaldo de la silla de El Malevo y ordenó un whisky. El Malevo lo miró con toda la incredulidad que podía permitirse y puso una mano en su arma. El Gigante no se inquietó: tomó un espléndido ananá de una frutera repleta y le pegó un mordisco feroz. Así, sin pelarlo.
El Malevo volvió a guardar la mano en el bolsillo y pagó una ronda de whiskies, por si acaso.

05 noviembre, 2008

La vida subjetiva

Nunca me interesaron demasiado las biografías de las celebridades, ni siquiera las de aquellas personas a las que admiro. En mi egoísmo, me seduce más la obra que el artista. Quiero decir, ¿en qué me afecta que Johnny Depp haya nacido un 9 de junio? Sí me afectan sus películas, sí me llegan, sí me sirven. No me atraen los datos concretos, porque las fechas y los números, así solitarios, no dicen nada, no muestran ninguna realidad. Cambiaría veinte años de datos secos por una anécdota jugosa.
Estoy leyendo Vivir para contarla, la autobiografía de Gabriel García Márquez. A decir verdad, lo que me llevó a leerla fue su condición de historia de vida en primera persona; no es nuevo que yo devore todo aquello que el escritor colombiano tenga para decir.
La estoy leyendo, y mi corazón se sobresalta. Según lo que cuenta García Márquez, sus personajes existieron, sus personajes son retratos en tinta de sus familiares verídicos. Por ejemplo, Florentino Ariza y Fermina Daza son nada menos que sus padres. El primer José Arcadio Buendía, quien huyó de su pueblo perseguido por el fantasma de un hombre al que mató en un duelo de honor, fue su abuelo. Y así hay una ficción para cada persona; a veces sólo cambian los nombres, y el resto de su vida es un desenfreno de novelas mezcladas. Entonces, el realismo mágico del que acusan a García Márquez se transforma en pura verdad. Y de este modo, la verdad y la realidad son ilimitadas.

Luego, ya enfriada, pienso que tal vez mintió. Pienso que García Márquez se vio convertido en un escritor insuperable, y que a la hora de contar su vida no tuvo más remedio que inventar esa vida, para no decepcionar.
Hay una escena de El gran pez, la película de Tim Burton: harto de escuchar a su padre contar historias inverosímiles, el hijo le pide al médico del pueblo que le cuente cómo fue de verdad el día de su nacimiento, ya que lo que su padre narra (una historia acerca de un pez inmenso al que atrapó, y demás fábulas) tiene que ser, por la fuerza, pura fantasía. El médico le dice que nació de apuro, y que su padre no estuvo presente porque se hallaba en un viaje de negocios. El hijo se queda pensativo, y el médico le pregunta:
-La versión de tu padre es mejor, ¿verdad?

En Vivir para contarla, García Márquez dice que la vida es la que uno recuerda, y cómo la recuerda para narrarla.
Y no seré yo quien lo refute.