30 enero, 2010

El erróneo incidente del perro a medianoche

Don Cosme mira por la ventana y espera. O espera y mira por la ventana. Afuera llueve; adentro, también. Es metáfora y no: hay una gotera en algún punto de la habitación de Don Cosme. Hay goteras en todo el asilo.

Don Cosme se pregunta cuándo irá Javier a visitarlo. Los días pasan iguales, siempre. Afuera llueve o hay sol, pero Don Cosme sigue adentro, porque una tarde Javier decidió que ahí, en el asilo, estaría mejor. Don Cosme no tiene ninguna enfermedad que requiera una continuidad de cuidados profesionales; si fuera eso, él lo entendería. Pero Don Cosme sólo tiene vejez, y entonces no sabe por qué su hijo lo puso en ese lugar en vez de dejarlo en la habitación de su casa, donde trataba de no molestar.

Hubo un incidente que podría explicar el presente de Don Cosme, pero eso ocurrió hace muchísimos años, cuando Javier era un nene. Don Cosme ni lo recuerda; es probable que tampoco lo recuerde Javier. Resulta que Javier quería un perro, y Don Cosme se lo compró. Durante un tiempo, todo fue bien. Pero el perro dejó de ser cachorro y dejó de ser gracioso, y empezó a ladrar y a hacer pis y caca en lugares donde no debía. Y entonces Don Cosme dijo que el perro se tenía que ir.

Buscarle un nuevo hogar llevaría mucho tiempo, y Don Cosme no tenía ganas de necesitar tiempo. Después de todo, pensó, es sólo un perro. Esa noche, bien tarde, para que los vecinos no lo vieran (siempre hay algún chiflado que respeta a los perros tanto como a los humanos), subió al perro al auto (Javier quiso ir con él), anduvo cuatro o cinco kilómetros hasta llegar a una plaza, se bajó del auto, ató al perro a un árbol, se subió al auto y regresó a casa. Empezaba a llover. Y Javier sintió (aunque claro, no pudo explicarlo así), que en todo ese ritual había algo de traición. Es decir: al perro le había enseñado que ésta es tu casa, ésta es tu cucha, éste es tu plato de comida, y de golpe, una medianoche, lo dejan atado a un árbol de una plaza y se van. Y el perro ladraba, como es lógico. Y cada vez quedaba más lejano, porque el auto avanzaba y el perro seguía atado, y Javier supo que su padre lo había atado porque, de haberlo abandonado suelto, el perro habría perseguido el auto hasta llegar a casa, porque le habían enseñado que ésta es tu casa, ésta es tu cucha, éste es tu plato de comida. Y uno, sea hombre o perro, es lo que aprende y hace lo que le enseñan. Y esa noche, Don Cosme le enseñó a Javier que abandonar a alguien cuando ese alguien, sea hombre o perro, resulta molesto, es algo que puede hacerse.

-¿Por qué el abuelo no vive más con nosotros? –le preguntó Martín a Javier.

-Porque está viejo, Martín.

-¿Y por qué cuando las personas son viejas se las echa de la casa?

Javier miró a su hijo, y pensó. Y se acordó de algo que creía haber olvidado.

-Ponete la campera. Vamos a buscar al abuelo.

23 enero, 2010

La realidad en su laberinto

“La certeza es una emoción, no un hecho”, le dice Philip Seymour Hoffman a Meryl Streep en “La duda”, cuando ella (monja) afirma tener la certeza de que él (cura) abusa de un menor.

La película (excelente) no muestra hechos. Muestra percepciones, interpretaciones, opiniones. Emociones. Y yo la miro por segunda vez, y dudo. Dudo de la certeza de la monja, dudo de la inocencia del cura. Y dudo de mi duda, dudo de mi capacidad para equivocarme y dudo de mi capacidad para acertar. Y saco mi duda de la película (inevitable) y la traslado a la realidad.

La emoción tiene un papel protagónico en la realidad. La emoción-certeza, la emoción-duda. La emoción activa la realidad, le da forma, la transforma en algo móvil. Si sólo existieran los hechos no habría equivocación ni acierto, ya que los hechos son irrefutables y no dejan margen para equivocarse o para acertar (¿cómo me equivoco, cómo acierto, cuando se trata de juzgar algo que no se puede negar?). Pero aún así, aún juzgando en base a hechos, la cosa es más complicada de lo que puede parecer; un hecho no nace de la nada, las cosas no ocurren porque sí. Si ocurre algo (algo innegable, algo totalmente comprobable) es porque otro algo dio lugar a que eso ocurra. La verdad casi siempre está más atrás de lo que se piensa. Entonces: ¿cómo juzgamos sin posibilidad de equivocación algo que no sabemos dónde, cómo ni cuándo empezó?

La realidad es emocional y, por lo tanto, inabarcable. Y, al mismo tiempo, es la emoción en todas sus formas la que hace posible la realidad, sea para bien o para mal, ya que dejar de volcar parcialidades propias en cada hecho que presenciamos (o que creemos presenciar) sería dejar de ser humanos. La realidad es un conjunto de hechos y de percepciones, y si algo de eso falta, la realidad deja de existir.

Si escribí esto es porque estoy segura de lo que pienso. Tengo la certeza de que es así. Pero como coincido con el cura, también tengo la certeza de que puedo estar absolutamente equivocada.

17 enero, 2010

Esperando al salvador

Lo vi a la ida, en Pompeya; yo iba en el 160 y él caminaba por la calle, en cueros, mugriento, con una barba que parecía algodón mezclado con engrudo. Edad difícil de calcular, tal vez si le quitáramos la barba y la mugre y las marcas de durezas (metafóricas y no) que le cubren la piel, hallaríamos a un hombre de cuarenta años, o cincuenta, o sesenta, vaya uno a saber.
Paraba a los autos y les pedía plata; fuera cual fuera la respuesta, él gritaba “¡Soy Jesús, soy Jesús!”; supuse que viene haciendo eso desde hace mucho tiempo, porque en el grito ya no había desesperación ni dolor ni indignación ni nada.
A la vuelta seguía ahí. Habían pasado cuatro horas, pero el hombre seguía caminando por la calle, parando a los autos y gritando que es Jesús.

El choque fue tan inesperado y violento que apenas vi lo que sucedió: el auto que iba adelante de mi 160 se llevó puesta la barrera baja, y el tren se llevó puesto el auto. Los bomberos dijeron que no había nada por hacer. El conductor del auto estaba muerto.
Yo, que había bajado del 160 para perderme entre la muchedumbre a la que la curiosidad y el morbo no habían matado pero sí seducido, vi que el hombre que decía ser Jesús se había acercado también, y estaba parado al lado mío, mirando adentro del auto. Entonces lo miré fijo, por las dudas, a ver si veía en su cara una mínima señal de persona que hace un milagro (ceño fruncido por la concentración, mirada de rayos equis, no sé, algo), y un bombero de pronto exclamaba “¡Momento, no está muerto, respira!”, pero nada pasó.
La próxima vez le voy a dar una moneda.

10 enero, 2010

Los escondidos

y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo
(Alejandra Pizarnik).

-Julia, ¿tiene el informe?
(Guillermo se paró al lado del escritorio, detrás de la mujer. Luego retrocedió, luego volvió a acercarse. Le preguntó por el informe con un tono de voz imperioso, seguro, de hielo, de jefe. Tocó la taza de la mujer, la acercó más al centro de la mesa. Se alisó la corbata para hacer algo con las manos).
-Usted me dijo que el informe lo necesitaba para mañana, señor.
(Julia se acomodó un mechón de pelo detrás de una oreja. Le respondió a su jefe con voz de secretaria. Era su secretaria, y le contestaba como su secretaria. Agarró su taza y se tomó lo que quedaba de café: borra y poco más. Acomodó una pila de papeles acomodados).
-Debe haber entendido mal, Julia. Lo necesito para hoy, lunes.
(Guillermo se metió las manos en los bolsillos. Una mosca se había posado sobre la cabeza de Julia; Guillermo miró a la mosca durante más de dos segundos. Guillermo tenía miedo de que Julia fuera amor, y también tenía miedo de que Julia no fuera amor. A Guillermo le gustaba nombrar a Julia, porque nombrar es acercar. Guillermo sentía terror cada vez que se animaba a nombrar a Julia).
-Para hoy es imposible, señor. ¿Podrá ser para mañana al mediodía?
(Julia se sacó una inexistente pelusa de un ojo y la examinó, para hacer algo con la mirada, para no mirar a Guillermo. Luego espantó a la mosca que se había posado sobre su cabeza. Julia tenía miedo de que Guillermo supiera que él era amor, porque él, además de amor, era jefe. A Julia le gustaba escuchar su nombre en la voz de Guillermo; Julia sentía que su nombre era lo único verdadero entre irrealidades de informes, horarios y malentendidos laborales).
-Para mañana sin falta, Julia.
-Sí, señor.

03 enero, 2010

La ley del deseo

No tener otra fe que la piel ni más ley que la ley del deseo (Joaquín Sabina).

Cosa difícil, la libertad. Hablo, en esta ocasión, de la libertad personal, no de la libertad social o política. Aunque no sé si algo puede separarse de lo otro, o si todo es parte de lo mismo: el mundo que jamás dejó de ser caos. Pero que el mundo no haya dejado de ser caos es una buena noticia, porque el caos es el principio, según dicen, y a mí me gustan los principios; dan lugar a muchas cosas. Me estoy yendo de tema, pero no tanto.

Decía que la libertad es difícil, y lo es porque estamos confundidos: muchas veces somos ególatras pero creemos que el egoísmo es algo malo. Y egolatría y egoísmo son dos cosas distintas, y la primera es la errónea, mientras que la segunda es la saludable. Ya hablé de esto, disculpen el eco, pero para hablar de libertad tengo que hablar de egoísmo, porque ambas cosas van de la mano. Egoísmo es preferirse a uno mismo. Egolatría es pretender que los demás también nos prefieran. La mezquindad, la insolidaridad y la maldad no tienen nada que ver con el egoísmo. Voy a poner un ejemplo: estoy en una entrevista de trabajo, y a mi lado hay otro postulante. Ambos necesitamos el trabajo. Si fuera altruista (si prefiriera a los demás), me haría a un lado y dejaría que le den el trabajo a esa otra persona, y yo seguiría desempleada. Pero como soy egoísta (me prefiero a mí y busco mi bienestar), dejo que me entrevisten y trato de causar la mejor impresión, deseando que me tomen. ¿Soy mezquina? ¿Soy insolidaria? ¿Soy mala? ¿O actúo con lógica?

Sin esa lógica del egoísmo, no hay libertad. Si no busco mi bienestar, no hay libertad. Si no hago, en primerísimo lugar, lo que quiero, cumpliendo a rajatabla la ley de mi propio deseo (y no lo que se supone que debo hacer, porque así lo hace la mayoría o la minoría), no hay libertad para mí.

Puede ser que alguien salga perjudicado si hago lo que quiero. Es más: más de uno saldrá perjudicado si hago lo que quiero. Puedo prometer algo: no perjudicaré a nadie adrede; no deseo herir, violentar, quebrar, rasgar. Mi deseo va por otro lado, mi deseo es egoísta, no se centra en las heridas ajenas. Pero puede ocurrir (y ocurre, y ocurrirá) que alguien no esté de acuerdo con mi deseo, y con lo que mi deseo me lleva a hacer. Esa persona, entonces, se verá perjudicada, así como yo me veo perjudicada cuando alguien hace algo que no me sirve. ¿Puedo reclamarle algo a la persona que hace eso que no me sirve? Si reclamara algo a esa persona, estaría siendo ególatra: estaría pretendiendo que esa persona deje de hacer lo que quiere para pasar a hacer lo que yo quiero.

La libertad es egoísta. Yo hago lo que quiero. Eso es egoísmo. Eso es libertad.

Algún día tendré una Harley-Davidson, o un león volador, o un dragón chino, y me iré por ahí, me iré a celebrar el caos del mundo, porque el caos es principio, la libertad es caos, la libertad es principio. No hay libertad en lo que encaja, no hay libertad en el orden forzado de las cosas.

No hay libertad posible en las leyes que no derivan de la ley del deseo.